Moda: San Victorino a la orden - Directo BC
San Victorino a la orden
San Victorino a la orden
San Victorino es uno de los centros de comercio más grandes de Bogotá. Ubicado desde la calle 6ª hasta la 13 y desde la avenida Caracas hasta la carrera 10ª, este lugar surte gran parte del ropero de los habitantes de la ciudad. Aquí se emplean más de 20.000 personas, entre los que se encuentran voceadores, vendedores y productores.
Texto y fotos: Lucas Beltrán Sepúlveda
El volumen del reguetón se intensifica al cruzar la acera, mientras la voz de una mujer que vende cinco pares de medias por 10.000 pesos se ve opacada por la del hombre que las vende a 8.000. Por todos lados hay personas que corren, cargan bultos, zapatos y juguetes. Unos agotan sus cuerdas vocales buscando clientes y otros acompañan a los visitantes por media cuadra intentando vender su producto.
“Qué está buscando: ¿ropa?, ¿piñatería?, ¿papelería? Le tengo lo que busca y, si no se lo tengo yo, es porque no existe”. Repite una y otra vez un muchacho de unos 23 años, en su oficio de jalador —encargado de llevar a los clientes al punto de venta— o voceador, con una gorra negra, sudada y trajinada.
Mientras en la siguiente cuadra, otro voceador repite: “¿Bermudas?, ¿jeans?, ¿camisetas? Tengo los mejores precios del sector”. En su mayoría son jóvenes, no superan los 25 años, pues su oficio requiere agilidad y estrategia: utilizan sus brazos como percheros y, además, cumplen la función de maniquíes, mensajeros y, claro, promotores de ventas. Entre ellos está Cristian Castro, de 19 años. Viste unos jeans que dejan al descubierto sus rodillas y una camiseta blanca que replica el logo de Adidas. De su mentón cae una gota de sudor; el resto está contenido en su gorra. Su labor comienza a las ocho de la mañana ayudando a acomodar el local en el que trabaja y, sobre las ocho y media sale a la calle a buscar clientes:
—Yo no tengo ningún truco para atraer clientes. Uno acá no puede juzgar cómo se ve la gente, usted va soltando las promociones y, si se les abren los ojos, ahí fue. Los acompaño hasta convencerlos y luego tengo que llevarlos hasta la tienda. Aquí hay mucha competencia, entonces uno tiene que adueñarse de una zona… Si me paso de acá —señala un tramo de la acera—, me meto en problemas con el que tiene las camisas de allá.
El local en el que trabaja Cristian es de bolsos y billeteras, pero tiene que raptarles el cliente a los demás jaladores, así vendan otro producto. Él asegura que tiene menos de un minuto y medio para crearle la necesidad al comprador.
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San Victorino es un lugar que está a la orden de cualquier necesidad. A pesar del intenso olor a fluidos humanos y las calles inundadas de desechos, aquí se encuentra lo que sea. Hay, por lo menos, 2.500 establecimientos comerciales que ofrecen vestuario, papelería, piñatería, juguetería, libros, calzado, artículos para el hogar y un largo etcétera.
Este lugar, ya desde el siglo XIX ofrecía un intenso comercio, pues desde aquí partían y arribaban viajeros que iban o venían de distintas poblaciones del país. Más adelante, a mediados del siglo XX, en el contexto de La Violencia en Colombia, fue refugio para los campesinos que migraron de los pueblos aledaños a la ciudad y aquí se instalaron y expandieron sus comercios dando forma a la zona. Y fue a finales de la década de 1990 y en lo corrido del siglo XXI, en el que las administraciones distritales le apostaron —con mayor o menor fortuna— a una renovación del espacio con la recuperación de su plaza o la construcción de nuevos centros comerciales. Hoy esos centros comerciales reciben a comparadores de toda la ciudad —los dos más grandes de son El Gran San y Visto— e incluso distribuyen a muchos lugares fuera de Bogotá.
Pero aquí no solo venden quienes tienen locales, pues entrar a esta zona es hacerlo a un mercado amplio y variado en el que caben todos. Son casi cuatro cuadras de parasoles: sobre toda la carrera 10ª, desde la calle 12 a la 9ª. Los vendedores informales están localizados en su propia carpa y cada uno se aferra a su territorio de 4 metros cuadrados. Este comercio se siente como una entrada al país de las maravillas. Los productos en la calle están exhibidos de la forma más creativa y práctica posible, con zapatos colgados en cualquier superficie que los sostenga, camisas envueltas unas entre otras, pantalones doblados en cualquier rejilla existente, pero, eso sí, ordenados por colores y tallas. A un lado los locales formales, y al otro, las carpas informales.
El paso por una de las aceras resulta curioso: elevando la mirada hacia la derecha, hay un local donde reposa un oso de peluche de tamaño humano colgado del cuello, con una nota que dice “Gran promoción 65.000”. A sus espaldas, incontables personajes de películas animadas en su versión más algodonosa. Y, de repente, hacia la izquierda, sobre la acera y al aire libre, hay un servicio de ortodoncia cuyo consultorio está conformado por una silla gamer y un parasol, seguido del puesto de perforaciones con su respectivo catálogo de joyas.
Diez pasos más adelante está el placer culposo de los compradores: un impregnante olor a grasa, emerge de una piscina de aceite donde chilla el sonido de la fritura con unos chicharrones, chorizos, tajadas de plátano y papa. El que lo prepara es un hombre de bigote con un guante en una mano, las monedas en la otra y un delantal manchado de grasa. “Deje así, mi reina”, le dice a la mujer que acaba de disfrutar el combo de chicharrón con papas, al no encontrar las monedas correctas para darle sus vueltas.
El cliente es el mejor atendido acá. No solo se beneficia de las promociones, sino que, al mostrarse interesado por algún producto, se vuelve “rey”, “príncipe”, “caballero” y hasta “papi”. El cliente lo agradece, pero prefiere la practicidad del lugar, más que el trato.
—Vengo acá por precios, sobre todo, porque lo que consigo en una tienda a 80.000 en otro lugar, acá lo encuentro hasta en 20.000. Pero, eso sí, toca caminar —manifiesta, agotada, Carolina Cifuentes, madre soltera de 43 años, mientras descansa en unas escaleras.
Ella ha dado una larga caminata buscando para su hija de nueve años unos tenis que ahora carga en una bolsa negra con orgullo y, casi por instinto, los agarra con fuerza para no ser víctima de un raponazo. Carolina ha venido a este centro de comercio desde que tiene memoria y dice ser fan de la variedad y los precios.
—Por lo menos para mi hija, siempre compro acá. Creo que hay muchas cosas bonitas y de buena calidad. Le puedo comprar tres pantalones que le duran muchos años. Además, me parece un lugar chévere, porque uno se distrae viendo de todo. Para mí también hay muchas cosas bonitas, porque siempre es difícil dar con mi talla, pero en esta zona siempre la encuentro; siento que hacen ropa para todo el mundo.
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En cuanto a la agitada vida del vendedor de San Victorino, se sabe que es “voltear todo el santo día”, como bromea Yadira León, vendedora desde hace más de 25 años y en cuyas venas, más que sangre, corren ventas. A una velocidad que da cuenta de experiencia, voltea un costal de ropa y saca una docena de blusas rosadas, naranjas y azules de corte oversized para poner en el mostrador. Tiene unos 45 años y el pelo rojo intenso recogido por un caimán. La rapidez con la que articula cada oración la gradua con honores como vendedora, porque tiene menos de 5 segundos para convencer a un cliente. Por eso desarrolló la capacidad de brindar toda la información en ese corto tiempo. Yadira conoce a El Gran San tanto como el proceso de mantener el tono rojo en el pelo.
—El centro comercial lleva 25 años en San Victorino, y es reconocido como un centro de tiendas mayoristas. Acá uno distribuye a nivel nacional e internacional: fuera del país y a diferentes departamentos. Se vende por unidad y al por mayor. Aquí se distribuye para el Sanandresito de San José y el de la 38, así como para Unicentro y Niza. ¿Qué le da a uno más ganancia? Pues la unidad, pero la venta por volumen también lidera en algunos productos. Por ejemplo, a un cliente le gustaron seis colores de camisa, entonces las lleva por curvas completas. ¿Qué es una curva? Una curva es S, M, L y XL. Tú vienes por esta camisa, te cuesta 50.000 pesos, pero por precio mayorista te sale más barata porque estás llevando volumen.
La vendedora asegura que de esta zona de la ciudad sale parte de las tendencias hacia el resto del país, y que las estrategias de mercadeo son necesarias para llegar a los minoristas.
—Aquí no vendo ropa, sino elegancia, glamour y tendencia. Por ejemplo, le tengo el oversized. ¿Sabes qué es la palabra oversized? Significa talla grande, versátil, que viste de muchas formas. El éxito de la venta es saber atender.
Desde el mostrador de Sharis, el local que atiende Yadira, se ven otros siete locales con el estilo claro de las replicas AAA —que reciben este nombre por su fidelidad con la versión original del producto—, con los logos de Gucci, Dolce & Gabbana, Louis Vuitton…; camisas y pantalones formales para hombre; bermudas de colores y patrones, a veces extravagantes, y chaquetas de todos los tipos.
La experiencia de compra resulta novedosa cuando el cliente quiere probarse la prenda. El vendedor pregunta: “¿Alguna vez te has probado la ropa con la bata?”. La bata en cuestión es una tela cosida a un caucho en la parte superior, que permite que la cabeza del cliente sobresalga y la tela lo cubra desde los hombros, para garantizar que nadie conocerá la intimidad del cliente. Finalmente, como si se tratara de un preámbulo a un nuevo look, se abre la bata y el cliente busca el espejo para confirmar si el esfuerzo de probarse la prenda valió o no la pena.
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El ciclo de compra va de los jaladores que guían al cliente a la tienda, a los vendedores y puede llegar hasta los fabricantes del producto, pues en San Victorino abunda el producto nacional. En el tercer piso de este mismo centro comercial se ubica Stigma, una tienda de productores que puede considerarse la semilla del surtido.
—Nosotros surtimos muchos de los locales de acá abajo. Este body, por ejemplo, te lo vendo en 20.000 pesos. Abajo lo encuentras en 40.000 o 50.000, y en otras tiendas de Bogotá, hasta en 80.000 —ofrece Óscar Peña, de 35 años y dueño del local.
Mientras despliega en el mostrador todos los colores de prendas que maneja en su catálogo, cuenta orgulloso:
—Acá nosotros diseñamos, cortamos y cosemos. Por eso lo encuentras a este precio. Tenemos el mismo diseño en todos los colores para poder surtir a todos los minoristas que nos compran.
La semilla que se siembra en la tienda de Óscar es la que florece en tiendas que van de norte a sur y de oriente a occidente en Bogotá. Pero es arriesgado decir que de aquí salen las tendencias, pues, como siempre, el gusto es subjetivo. Y aquí el gusto a veces tiene algo de exceso: maniquíes de niñas que no visten como niñas, de niños que parecen dueños de tres empresas, pantalones con vistosos animal print y camisas para hombre con los botones a punto de estallar en los maniquíes de fisicoculturistas.
San Victorino es la selva del rebusque, la cadena trófica de la tela, los mayoristas son los productores que surten a todas las tiendas, los locales surtidos en el mismo lugar son los consumidores primarios y, al igual que los leones, las tiendas de Bogotá son las que se comen a los clientes duplicando y triplicando los precios, como los consumidores secundarios. Por eso comprarle al productor no es tan doloroso y los ciudadanos capitalinos disfrutan de todo el proceso, desde el “¿Qué está buscando, mi rey?” hasta el “se lo dejo en 25.000 para que se vuelva cliente”.
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Centro Comercial El Gran San, ubicado sobre la carrera 10ª.
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Las extravagantes poses de los maniquíes de San Victorino. |
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Para todos los gustos, especialmente los niños que no son niños. |
La particular forma de probarse la ropa. |
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Las promociones son una tendencia infinita. |
Islas de ventas con prendas un tanto amorfas. |

