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De la banca a la cancha: la historia de mi hermano
Autora:
Mariana Pineda Bonilla
Bio:
De la banca a la cancha: la historia de mi hermano
He descubierto, gracias a Santiago, que no existe una sola manera de percibir y responder al mundo, sino tantas como formas de habitarlo.
Sentado frente al televisor, mi hermano no solo mira el partido: también lo juega, corriendo de un lado a otro, saltando cuando hay que cobrar un tiro de esquina y celebrando cada gol. Otras veces lo narra en voz alta:
—¡Atención! Minuto 78 en El Campín, el marcador está 1-1, y el clásico capitalino se ha vivido con una intensidad digna de final. El balón lo tiene Santa Fe en el medio campo… la toca Torres, la pisa, la acomoda y lanza un pase que rompe líneas...
—¡Aparece Rodallega por la izquierda! ¡Qué control! La bajó con clase, gira sobre su eje, encara a Perlaza… ¡lo deja en el camino con un enganche!
—Se mete al área, levanta la cabeza… ¡Centro al segundo palo! ¡Viene Zuluaga! ¡ZUUUULUAAAAGAAA!
—¡GOOOOOOL DE SANTA FÉEEEEE! ¡GOOOOOOL CARDENAL!
A medida que la pelota recorre la cancha, él recita alineaciones, estadísticas de jugadores y anécdotas de mundiales pasados.
Mi hermano es mi persona favorita en el mundo. Siempre ha sabido habitar mi corazón y latir junto a él de maneras en las que nadie nunca ha podido. Con 25 años, pelo y ojos negros, tez un poco más morena que la mía y 1.77 metros de altura, vive el fútbol con una pasión inconmensurable. Su amor por Santa Fe, herencia de mi papá, se nota en cada conversación, en cada análisis de jugadas, en la emoción con la que espera cada partido y en la camiseta del equipo que tiene desde el 2010.
La capacidad que tiene para retener información tan precisa y durante tanto tiempo es parte de su naturaleza. Después de ires y venires por muchos consultorios de Bogotá, fue diagnosticado en la infancia con síndrome de Asperger, una forma de neurodiversidad dentro del espectro autista que puede afectar el lenguaje y el comportamiento y que influye en la manera en que se comunican las emociones y se interpretan las interacciones sociales.
Al igual que muchas otras vivencias neurodivergentes, Santiago siente el mundo con intensidad y el fútbol se ha convertido en ese catalizador de emociones mediante el cual conecta con los demás. Verlo tan inmerso y concentrado —con la mirada fija en la pantalla, los pies inquietos y los dedos tamborileando al ritmo de una narración imaginaria— es entender que su manera de experimentar la vida es distinta, pero no menos válida.
Distintas jugadas, mismo partido
“Neurodiversidad” es el término que encapsula las diferencias en el funcionamiento del cerebro, dentro de las cuales está el autismo y, por ende, el Asperger. Es un concepto que establece que no hay una manera ‘correcta’ de funcionar ni una única forma: existen muchos modos en que las personas perciben y responden al mundo.
En los años 90, la socióloga australiana autista Judy Singer le dio vida a esta noción como parte de un movimiento de justicia social, argumentando que las personas con cerebros atípicos —a quienes llamó “minorías neurológicas”— no debían ser vistas como enfermas, sino como poseedoras de variaciones normales y potencialmente valiosas de la neurología humana.
Gracias a esta visión, hoy entendemos que condiciones como el autismo o el TDAH son parte de la diversidad natural del cerebro humano y no desviaciones que se deban ‘arreglar’; sin dejar de lado que las personas con estas condiciones necesitan más apoyo y profunda empatía.
Santi, con su memoria y su creatividad para relatar partidos, encarna esa idea: su neurodivergencia le da fortalezas y desafíos y ambas merecen ser comprendidas en lugar de patologizadas.
Una infancia fuera de lugar
Los primeros años escolares fueron como jugar en una cancha inclinada: tuvo que cambiar de colegio tres veces. Su trayectoria comenzó en el Colegio Los Robles, donde estuvo entre los cinco y los siete años. Allí, sus ganas de aprender eran evidentes. Se sabía de memoria las capitales del mundo, repetía datos curiosos que escuchaba en Discovery Kids, especialmente los que decía Doki, y le gustaban tanto los dictados que, al llegar del colegio, repartía hojas de su cuaderno a mi mamá, mi papá y a mí para hacerlos en casa. Sin embargo, las profesoras llegaron a sugerir que tal vez no lograría pasar el año.
Lo que para él era claridad, para otros resultaba incomprensible. Le costaba interpretar el lenguaje corporal, los gestos y el sarcasmo de sus compañeros de clase. El recreo era el momento más esperado para todos, pero para él era un terreno lleno de reglas invisibles. Las reglas sociales, esas que nadie explica, pero todos parecen conocer, siempre fueron muy difíciles de interpretar para él.
Después de Los Robles, ingresó al Gimnasio La Cúspide, donde permaneció hasta los doce años. Allí la experiencia fue más difícil: fue víctima de bullying. Su forma de comunicarse, a veces usando frases cortas, casi monosilábicas; su tendencia a evitar el contacto visual; su caminado en zigzag o la manera en que, al emocionarse, giraba sobre sí mismo, despertaron miradas curiosas y burlonas.
Fueron años complicados. Pero en medio de esa incomprensión, una luz apareció: allí conoció a María José y a Carlos, sus primeros amigos fuera de casa. Con María José podía hablar sin parar y con Carlos encontraba esa complicidad silenciosa que lo hacía sentirse parte de algo. No necesitaban explicaciones ni traducciones: sus formas distintas de comunicarse eran aceptadas. Ellos no se reían si Santiago repetía la misma anécdota tres veces. De hecho, también tenían sus propias repeticiones, sus propios rituales, sus frases favoritas.
Crearon un vínculo en el que no hacían falta las traducciones que el mundo exigía constantemente. Había un idioma compartido, hecho de curiosidades, lealtades silenciosas y afecto sin ruido; su amistad no nació a pesar de las diferencias, sino gracias a ellas.
Sin embargo, persistía una gran falta de conocimiento y empatía por parte de su entorno. Su manera de relacionarse no siempre coincidía con lo que se espera socialmente: a veces se acercaba con preguntas inesperadas o iniciaba una conversación repitiendo frases y canciones de sus programas favoritos en Discovery Kids, Jetix o Nickelodeon. Y siempre cantaba:
El sol sale alegre sobre Tarrytown un lugar lleno de felicidad, allí encontrarás un amigo singular: Jay Jay, Jay Jay el avioncito, soy yo.
Era la canción de su programa favorito, Jay Jay el avioncito. La cantaba tanto que mi papá le puso Jay Jay de apodo y, hasta el día de hoy, así es como le dice de cariño.
Como muchas personas neurodivergentes, él necesitaba que le explicaran las cosas de forma literal y le brindaran un ambiente estructurado a sus necesidades. Los cambios repentinos en su rutina lo desorientaban profundamente. Un timbre que sonara más fuerte de lo habitual, una clase trasladada a otro salón sin avisarle, un día sin clases o que le cambiaran el uniforme sin decirle el día anterior podían desencadenar malestar y angustia, y provocar una desconexión total de la actividad.
Le afectaban especialmente los ambientes ruidosos, con luces intensas o parpadeantes o con muchas personas hablando al mismo tiempo. En esos momentos, necesitaba espacios tranquilos, lejos del caos sensorial que lo abrumaba.
Pero en ese entonces —aún más que hoy— predominaba la visión médica tradicional del autismo, enfocada en déficit y problemas, en vez de adaptar el entorno para que personas como mi hermano pudieran participar en la sociedad dignamente y con plenitud. Los colegios no estaban preparados para comprender que una persona que no mira a los ojos, que tiene movimientos y comportamientos repetitivos y que se fascina con su reflejo en vitrinas, ventanales o espejos al caminar por la calle, no lo hace por falta de educación o descortesía, sino porque esa es su forma de ser.
Hoy el movimiento social de la neurodiversidad cuestiona esa mirada retrógrada: sus defensores argumentamos que muchas dificultades asociadas al autismo en realidad se agravan por el entorno. Un horario escolar rígido o un salón ruidoso con luces brillantes, por ejemplo, pueden imposibilitar que un estudiante neurodiverso se desempeñe bien. Del mismo modo, la exclusión social nace a menudo de la incomprensión de las personas neurotípicas hacia quienes piensan y se comunican diferente. Esto ocurre porque, en muchos casos, ni siquiera saben de la existencia de la neurodivergencia.
La situación empezó a cambiar cuando, tras mucha búsqueda, mi familia encontró un colegio que no solo estaba preparado académicamente, sino también desde el factor humano, para acoger a estudiantes con distintas formas de aprender y de estar en el mundo. El Glenn Doman es una institución educativa, cerca del Estadio El Campín; es pequeña, pero con valores gigantes.
Desde el primer día, algo cambió en el aire. Por primera vez, Santi sintió que formaba parte de un equipo. Los profesores y terapeutas sabían lo que implicaba convivir con cerebros que funcionan de manera distinta, con sentidos que perciben más intensamente y con rutinas que no pueden romperse sin consecuencias emocionales. Ese conocimiento no era teórico; era real, encarnado, cotidiano. No solo eran profesionales formados en educación especial, sino que supieron escuchar, observar y adaptar. Comprendieron sus necesidades de rutina, aprovecharon sus intereses y los convirtieron en herramientas pedagógicas; por ejemplo, le pedían que escribiera sobre deportes para practicar redacción.
Ya no era el ‘raro’ que repetía una y otra vez la misma anécdota sobre un gol de último minuto en la Champions League, era parte de un grupo donde las repeticiones eran un idioma común, y el amor era ese intermediario que hacía que sus relaciones funcionaran.
El plantel
Comunicar emociones mediante palabras nunca ha sido fácil para mi hermano. Si está triste o abrumado, difícilmente lo dirá con un “no me siento bien”; en su lugar, puede quedarse más callado de lo habitual. Sus gestos, sus silencios y los pequeños cambios en su comportamiento se convierten en su manera de hablarle al mundo. Nosotros hemos aprendido a escucharlo con los ojos, con la paciencia y con el corazón.
Adrianna, mi mamá, descubrió que cuando Santi evita el contacto visual o esconde las manos detrás de la espalda, casi siempre significa que tiene una pregunta en la cabeza, quizás quiere pedir permiso para algo. Ella lo invita a sentarse en la cama, le habla despacio y espera a que él se sienta listo para comunicar lo que quiere decir.
Luis Fernando, mi papá, también ha afinado su radar. Fue él quien, en primer lugar, se dio cuenta de su forma particular de caminar. Puede distinguir entre sus distintas sonrisas como un director de orquesta reconoce el matiz de cada instrumento. Hay una sonrisa pequeña, discreta, que aparece cuando está feliz; como cuando juega un partido de FIFA, de pie y con la mirada clavada en la pantalla. Y luego está esa otra sonrisa, más amplia, que ilumina su cara como si algo dentro de él se encendiera: es la sonrisa de un gol de Santa Fe o de cuando escucha el citófono y anuncian que su hamburguesa Callejera de El Corral acaba de llegar.
Como su hermana, con el tiempo he aprendido que la conexión emocional con Santi no siempre se expresa con palabras o abrazos. Si en medio de una cena familiar se pone los audífonos, o si durante una reunión empieza a ver una película en su celular, no es por desinterés ni falta de cariño; es su forma de protegerse cuando el ruido, las voces cruzadas o los estímulos del entorno lo saturan. Al principio me preocupaba, pensaba que estaba triste o molesto. Con el tiempo entendí que sus ritmos no siempre son los míos y que su manera de habitar el mundo tiene un compás distinto y valioso. Así que no lo interrumpo, no lo presiono para quedarse más de lo que puede. Me siento cerca, a veces en silencio, otras con una sonrisa o un comentario suave. Es mi manera de decirle: estoy aquí.
Pero, por más fuerte que sea el equipo, ningún jugador gana un partido solo con la banca de confianza. Historias como la de Santiago muestran que el amor del hogar es fundamental, pero no suficiente: afuera, en la escuela, en la universidad, en el trabajo, en el sistema de salud, en el transporte y en las calles se necesita empatía, conocimiento y voluntad de ajustar las reglas del juego para que nadie quede por fuera. Ahí es donde cobra sentido el modelo social de la discapacidad, que nos recuerda que la ‘discapacidad’ no está en la persona, sino que aparece cuando el entorno no se adapta a sus necesidades.
Cada vez que la sociedad le dio la espalda, la familia se convirtió en su refugio o, como diría él mismo en lenguaje futbolero, su plantel: este equipo base que sostiene, acompaña y entrena. Un equipo que a veces también se pregunta si lo está haciendo bien, pero que nunca ha dejado de estar en la cancha con él.
Entrenando para la vida adulta
A sus 25 años, Santi sigue creciendo y superando barreras. Tras graduarse del colegio, ingresó al programa Opciones y Apoyos para la Transición a la Vida Adulta (OAT) de la Universidad del Rosario, que acompaña a jóvenes neurodiversos y con diversidad funcional física o mental en ese salto hacia la adultez. Allí ha aprendido habilidades para la vida cotidiana, ha recibido orientación vocacional, ha participado en prácticas laborales y ha desarrollado herramientas para socializar en contextos reales.
Por primera vez viajó en grupo. Estuvo en Villa de Leyva, un lugar que lo recibió con calles empedradas y cielos abiertos. Acompañado por compañeros y tutores, enfrentó con emoción, y algo de nervios, la experiencia de estar lejos de casa sin la protección constante de su familia. Hizo caminatas, talleres, dinámicas de grupo y comió milhoja en el restaurante La Galleta en el centro del pueblo. Conoció el fósil de un kronosaurio, las artesanías de Ráquira y el Observatorio Muisca.
Hoy Santi comparte su vida en City U, una residencia estudiantil en Bogotá, con otros cuatro compañeros. Allí cocina, aprende a manejar sus tiempos y, orientado por sus profesores, participa en diferentes actividades que lo hacen cada vez más autónomo. Entre semana crece en ese espacio y los fines de semana vuelve a casa y nos reencontramos. Aunque su vida adulta no es completamente independiente, ha alcanzado una autonomía que hace algunos años parecía lejana. Mucho de esto se debe a los entornos de apoyo y a las oportunidades que hoy lo rodean. Para él, estos logros son goles maradonianos: inesperados, emocionantes, celebrados con el alma. Y para mi familia, son mucho más que logros suyos, son la prueba viva de que, con los apoyos adecuados, la independencia no solo es posible, sino profundamente transformadora.
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Cuando Santa Fe gana y Santi levanta los brazos como si hubiera anotado el gol decisivo, entiendo que la verdadera victoria no está solo en el marcador. Cada día que termina en paz, sin que sus diferencias sean motivo de dolor, es un logro celebrado en nuestra casa.
La historia de mi hermano nos recuerda que la verdadera inclusión no se juega desde la banca con discursos vacíos, sino dentro de la cancha: habilitando espacios, construyendo juego colectivo y reconociendo el valor de cada pase diferente. Significa dejar de ver al jugador neurodivergente como una carga y empezar a reconocerlo como parte clave del equipo: alguien que quizá no juegue como los demás, pero que aporta de maneras únicas cuando se le da el balón adecuado.
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