Cultura: Paloquemao también sabe a Perú - Directo BC
Paloquemao también sabe a Perú
Paloquemao también sabe a Perú
En una nostálgica búsqueda de sazón peruana, encontré historias de migración, innovación y sincretismo que se han instalado en una de las plazas de mercado más emblemáticas de Bogotá.
Por Natalia Huerta Magallanes
Pasando una carnicería, frente a una tienda de quesos, los veo. Un costal lleno. ¿Será posible? Sí, ahí estaban, maduros, relucientes y esperándome.
— ¿Qué precio tiene el ají amarillo? — pregunto con emoción.
— Seis mil la libra. También tenemos maíz morado —me responde la vendedora sonriendo, adivinando en mi rostro no solo mi nacionalidad, sino también mi desesperación.
El ají amarillo es un tipo de “chile” que casi no pica. En Perú, se utiliza para muchas comidas, desde la causa limeña hasta la papa a la huancaína. Su amarillo característico e intenso sabor es prácticamente el pilar de la mayoría de los platos de la cocina tradicional peruana. El maíz morado —el otro engreído—, es, como bien describe su nombre, un maíz con un color purpúreo, casi negro. Hervido junto a cáscaras de piña, hojas de higo, canela y clavo hacen la chicha morada, la bebida emblemática de mi país. Camino hacia donde me señaló la vendedora y escojo algunos. No soy la única en esa misión. Hay otro chico que quiere robarme los maíces con mejor pinta. “Tiene que ser peruano”, pienso. Luego, oigo su acento que, a mis oídos, es neutro y familiar.
— Buenas, me da una libra del maíz morado, por favor.
— También soy peruana —me atrevo a decirle.
La primera vez que pisé la Plaza de Paloquemao fue el 16 de febrero de este año, justo un mes después de haber llegado a Bogotá. Quizá un mes es el tiempo máximo en que un peruano puede estar lejos de su cocina. Al menos así fue para mí. Después de un mes de arepas y corrientazos, empecé a sentir un deseo intenso, más fuerte que un antojo, por algo que me recordara a mi tierra. Era casi como un síndrome de abstinencia. Paloquemao prometía ser la cura, el único lugar en la ciudad donde podría encontrar los ingredientes para mi consuelo.
Apenas llegué, incluso antes de ingresar al mercado, ya se veían los puestos ambulantes de frutas y verduras en las esquinas de la calle. Era una explosión de color. Las frutas estaban apiladas en pirámides. Me llamó la atención sobre todo un fruto pequeño y rosado, con filamentos como pelos, como si fuera un erizo de mar.
—Rambután —dice la vendedora—también tengo lulo, feijoa, tomate de árbol, gulupa, uchuva, mamoncillo… usted dígame veci que aquí tengo de todo.
Jamás había escuchado ninguno de los nombres que acababa de pronunciar. Ni uno solo. Con un poco de miedo de arriesgarme tan pronto, decido agradecerle y seguir en mi búsqueda.
Ya dentro del mercado lo primero que se siente es un aroma de mixtura. Manzanillas, hierba buena, lavanda y quizá hasta un poco de romero. Las primeras tiendas son hierberías. Más adelante se ven más las fruterías. Amarillo, rojo, verde, morado. Una guanábana del tamaño de mi brazo extendido.
Es domingo, son casi las 12 del mediodía, el mercado está lleno de gente. Entre ese tumulto de gente con bolsas de mercado, encontré el puesto de Doña Eugenia. Quien me atiende es Rosa Quintero, una colombiana proveniente de Ibagué que trabaja de vendedora hace cinco años.
— La causa y la chicha morada, esos me gustan —me responde cuando le pregunto cuáles son sus platos peruanos favoritos. También me confiesa que, antes de trabajar en Doña Eugenia, ella nunca había probado comida peruana.
Este puesto tiene más de 53 años. Lo fundó una señora Eugenia a la que nunca pude encontrar. Hace solamente cuatro años que cambió su rubro, de ser una tienda de hortalizas como las demás, a dedicarse únicamente a la venta de chiles peruanos y mexicanos. Quintero me cuenta que, desde que hicieron el cambio, el negocio se disparó. Ahora incluso son la principal fuente de insumos de un restaurante peruano también ubicado en Paloquemao: El Cholo.
En Perú, “cholo” es una palabra que ha pasado por mucho. Durante mucho tiempo fue casi un insulto, un sustantivo peyorativo que se utilizaba para denigrar a descendientes de indígenas o a peruanos provenientes de los Andes. En realidad, su significado tiene orígenes en el sistema de castas impuesto por los españoles. “Cholo” era sinónimo de mestizo, el que tiene sangre indígena y española. Hoy en día, se dice que en Perú “todos somos cholos”, dado que es imposible ser purista en un país con tanta mescolanza étnica.
Cuando llegué a El Cholo, me recibió Alejandra Bareño, una joven bogotana de solo diecisiete años que trabaja atendiendo el negocio. Ella me cuenta que su madre, Viviana Piza, conoció a un peruano y juntos decidieron poner un restaurante hace tres años. El peruano en cuestión se aburrió del negocio, se fue de Colombia y vendió su parte a su socia. Desde ese momento, el principal restaurante peruano en Paloquemao es, paradójicamente, manejado por unas colombianas bien rolas.
—Nos dejaron las recetas de cada plato que está en la carta, las aprendimos y la verdad gracias a Dios nos ha ido súper bien—me cuenta.
—Y de los clientes que reciben, ¿vienen más peruanos o colombianos?
—Yo creo que vienen más los que son de acá.
No me sorprende mucho la respuesta. Aunque confieso que el aroma de mariscos hervidos me hizo pensar que quizá podría darle una oportunidad a su parihuela. Sin embargo, me despido, recordando a mi madre cuando solía decir: “Hay comida en la casa”.
Ají amarillo en el puesto Doña Eugenia.
Continuando en mi búsqueda por más vestigios de peruanidad me encuentro con el puesto Chiles Las Delicias. El dueño es Élber Cardoso, un tolimense de 52 años, quien hace tres años decidió ampliar su oferta y ahora, además de su puesto de hortalizas, ahora tiene otro de chiles mexicanos y peruanos. Élber y su esposa son amantes del buen comer. Primero, se hicieron adeptos de la comida mexicana y su picoso sabor. Después, quisieron ampliar sus fronteras. Un día entraron al restaurante El Cholo, por probar algo nuevo, y descubrieron una sazón que revolucionó sus paladares.
—La comida peruana para mí es una de las mejores comidas que hay en Sudamérica, al ceviche peruano yo no lo cambio por ningún otro plato.
Es fácil estar de acuerdo con él.
Es tras esta experiencia que decidieron empezar a importar ingredientes para abastecer a las cocinas internacionales que los enamoraron. Su puesto tiene de todo. Por supuesto, tienen el ají amarillo y el maíz morado, pero también se encuentra el ají panka y el mirasol, ambos ingredientes que completan los aderezos base de la cocina peruana. Élber me cuenta que la mayoría de sus insumos los consigue a través de proveedores en Medellín o Bogotá, quienes importan los alimentos desde sus países de origen.
— El local de nosotros en el inicio era únicamente enfocado en comida mexicana, pero la cantidad de personas peruanas que visitan la plaza empezaron como a exigirnos que debíamos tener productos de ellos.
Y me sorprende lo que dice porque, salvo ese hombre que encontré en mientras compraba maíz morado, no he visto ningún peruano en este mercado. Decido volver a Doña Eugenia y probar suerte de nuevo. Ya me estaba desanimando cuando, de repente, escucho a un joven pedir una Inka Kola. ¡Bingo!
— ¿Eres peruano?
—Pues, de Colombia, pero nací en Iquitos
—¡Yo también soy peruana! ¿Vienes a comprar seguido por aquí?
—Por lo menos una vez al mes, es que uno extraña.
Fue una corta conversación, pero este chico me dio el dato que me faltaba, la última pieza del rompecabezas. Resulta que había otro restaurante peruano en Paloquemao. Según él, en este los dueños sí eran nuestros paisanos. Habría que ver. Así llegué a Blanquirroja, un pequeño restaurante ubicado en la parte trasera del mercado. Allí encontré a Luz María Vera Matos, la mismísima dueña, tomando desayuno con su hija y su yerno. Ella llegó a Colombia por primera vez en 2010, pero no fue hasta el 2014 en que finalmente decidió mudarse a Bogotá y empezar su negocio culinario. Su primer restaurante lo abrió en el barrio La Macarena, hace ya varios años. Sin embargo, su puesto en Paloquemao es reciente, tiene solo dos meses de inaugurado.
—¿Y sí han recibido a peruanos?
—Sí, claro que sí. Ahorita se justo han venido unos peruanos de Trujillo. Ayer vinieron unos jóvenes de Cusco y de la selva.
Con esa complicidad tácita que se genera cuando dos compatriotas se encuentran en un país que no es suyo, comenzamos a hablar de lo que más nos interpela: la comida.
—¿Y has conseguido pollo a la brasa? —me pregunta con una sonrisa provocadora.
—No, nada. He tenido que comer Frisby —les respondo y se ríen—. Y con miel —agrego para rematar.
—¡Ay no! —me grita Martha, la hija de Luz María —yo no podría.
Después de eso, no les voy a mentir, nos pusimos a “rajar” de la comida local. Que le falta un poquito más de sal, poquito más de limón. Que el ají amarillo que se cultiva aquí no sabe igual. Que hay muchas sopas. Que le falta picante. De pronto, ya estamos comparando cada aspecto de nuestra vida en Bogotá con la que tendríamos en Lima. Que los restaurantes cierran muy temprano. Que mucho frío y mucha lluvia. Y sí, quizá haya muchas diferencias, pero esa mañana, en esa mesa de peruanos quejones y nostálgicos, lo que se comía era lechona y arepas.
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Las fachadas de los dos restaurantes peruanos en la plaza de mercado Paloquemao

