Crónica

Santiago Gamboa, el otro Ulises


Sofía Lizarazo

Ulises

Santiago Gamboa, el otro Ulises

Santiago Gamboa es uno de los escritores más reconocidos de la literatura colombiana. Él, un trashumante y hábil narrador, suele contar historias que desbordan las fronteras, con personajes que migran y que exponen la complejidad de la vida, a través de una escritura tan cuidada como lúcida. Retrato de un autor que está en permanente movimiento.

 

Texto: Sofía Lizarazo Sequera

sofiaa.lizarazos@javeriana.edu.co

 

Él no conoce de raíces. No porque no las tenga, sino porque las ha desdibujado con cada paso, con cada aduana traspasada, con cada paisaje, incrustando sus pies en las culturas del mundo, en los rasgos diferentes. Bogotá, París, Madrid, Roma, Pekín. Ciudades que han sido suyas por temporadas y luego han quedado atrás, como postales en la memoria. Viaja ligero, pero lleva consigo todo lo que ha visto, todo lo que ha leído, todo lo que ha escrito. Su literatura es un testimonio de tránsito, de personas que, como él, habitan en la fisura que existe entre la pertenencia y el exilio.

Desde Pekín, ciudad donde los callejones estrechos aún guardan el eco de antiguas dinastías y las bibliotecas se alzan como refugios silenciosos entre el ruido, él responde. Vive junto a una de esas bibliotecas, y dice que a veces basta con pasar frente, tomar un libro al alzar y leer unas cuantas páginas para que las palabras lo empiecen a buscar. Al otro lado de la pantalla, se escucha la voz de alguien que transmite calma, como quien ha aprendido a escuchar antes de hablar. No se precipita. Asiente tras el ritmo pausado de su respiración antes de responder, como si desmenuzara las palabras en su cabeza antes de liberarlas.

Esa capacidad de pausa también estuvo presente en sus decisiones más personales. Se presentó a tres universidades: Andes, Javeriana y Nacional. Descartó pronto esta última al descubrir que no ofrecía la carrera que buscaba, tenía Filosofía, pero no Filosofía y Letras, como quería. Fue admitido en las dos primeras, pero su decisión final fue cursar su carrera en la Javeriana.

Cuenta sus vivencias universitarias en un tono melancólico, como aquel que habla de un lugar o una persona que ya no está, pero que en su momento apreció. No solo fue un tiempo de formación como escritor, también lo fue de descubrimientos que cimentarían su crecimiento profesional y humano. En esa etapa se reencontró con Mario Mendoza, amigo de la infancia y compañero del Colegio Refous. “Nos sentábamos juntos en el bus del colegio, hablábamos de literatura. Mario era un joven que se juntaba con los bandidos, los malos del curso, pero él era distinto, el más juicioso de todos”, recuerda Gamboa.

Mario terminó el colegio un año antes que Santiago y comenzó a estudiar medicina en la Universidad Nacional. “Cuando llegué a la universidad, me lo encontré y le pregunté: ‘¿Usted qué hace aquí?’. Me dijo: ‘Hice un año de medicina, me aburrí y me metí a estudiar literatura’”. Desde entonces se volvieron inseparables: Santiago con 17 años, Mario con 18. Caminaban por las calles de Bogotá, compartían lecturas, sueños y la certeza de que ambos querían escribir. Mario comenzó pronto a escribir poesía, pero Santiago, más inclinado por las novelas, confiesa que se tomó más tiempo para iniciar. Desde entonces han construido una amistad sostenida por el afecto, el respeto y la lealtad: “Siempre ha sido una gran amistad, sin envidias ni celos, así desde que tenemos 17 años”.

Gamboa no es un hombre de rutinas estrictas ni de fuentes de inspiración. “Para mí, la inspiración no existe”, afirma con claridad. Cree que lo esencial es sentarse a trabajar el mayor tiempo posible: disciplina, más que revelación. Si bien reconoce que hay oficios como la pintura o la poesía que pueden apelar a momentos de iluminación, para un novelista la inspiración es una metáfora. Las novelas, según él, requieren tiempo, paciencia y una construcción lenta: “Hay que hacerlas poco a poco”.

Suele escribir entre tres y cuatro horas al día. No se aferra a fórmulas, pero sí tiene un pequeño ritual: toma una taza de café, camina por la casa, se sienta, relee lo que escribió el día anterior y continúa. Valora la lectura como una forma de ensanchar la mirada, por eso busca libros distintos a los que suele frecuentar, alejados de los mundos que conoce. Se esfuerza por escapar de su propia perspectiva.

Santiago recuerda un consejo de Hemingway —que también usaba García Márquez— que ha seguido con fidelidad: dejar de escribir cuando ya se sabe qué viene. Así, al día siguiente, el hilo de la historia no se ha perdido, y la escritura fluye con exactitud.

Viajar ha sido esencial en la vida y en la obra de Santiago Gamboa. Desde que tuvo la oportunidad de recorrer los lugares que lo fascinaban, por intereses literarios y también periodísticos, entendió que usaría el mundo como materia prima para escribir. Gamboa no provenía de una familia con muchos recursos: sus padres, ambos profesores de la Universidad Nacional, le enseñaron el valor del conocimiento, pero no podían costear largos viajes. Por eso, cuando comenzó a convertir esos recorridos en parte de su oficio, el periodismo fue clave. En esa época recuerda que existían revistas y periódicos dispuestos a financiar travesías. Las editoriales confiaban en su nombre, ya consolidado como escritor, y él supo responder con crónicas que combinaban observación aguda y mirada narrativa. Así nacieron Octubre en Pekín y Ciudades al final de la noche.

El desarraigo lo habita y lo obsesiona. Sus personajes también son viajeros, inmigrantes, fugitivos de sus propias historias. “El viaje es mi forma de entender el mundo”, admite. En Perder es cuestión de método, su novela más conocida, el protagonista, un periodista, desentraña un crimen en Bogotá, pero en realidad está buscando algo más: un sentido, una verdad, un lugar al que pertenecer. Lo mismo ocurre en Necrópolis, donde una convención de escritores se convierte en el escenario para reconstruir vidas fragmentadas. En El síndrome de Ulises, el destierro es literal y simbólico: un colombiano en París que no encaja, que no encuentra su lugar, que se pierde en la ciudad y en sí mismo.

No lo mueve la nostalgia, sino la curiosidad. Y también los desafíos. Llegó a París para cursar un doctorado en literatura cubana en la Universidad de la Sorbona, pero allá la vida le planteó obstáculos mucho más complejos de lo que imaginaba. Se propuso ganarse la vida como fuera: hizo trabajos de mecánica, lavó platos, sobrevivió como pudo. Plasmó esa etapa de su vida en El síndrome de Ulises, una novela de autoficción que retrata con crudeza el universo de la inmigración, no solo latinoamericana, sino global. “En París la pasé muy mal, hasta que entendí, gracias al escritor peruano Julio Ramón Ribeyro, que mi única opción era trabajar en periodismo”, recuerda.

Tras dos años de incertidumbre, empezó a construir una vida más estable. Fue entonces cuando descubrió que el periodismo no era solo un oficio, sino también una pasión gigantesca, una vía genuina para narrar el mundo. “París es el lugar en el que más he sufrido dificultades, hambre, frío, soledad…, pero fue valioso, porque allá me hice escritor”.

Solía pensar en el París de Hemingway y de Cortázar, en los cafés donde se debatía literatura hasta el amanecer, en los bohemios que salían de madrugada a declamar poesía al viento. La realidad fue distinta, pero más formativa: París, con todo su rigor, lo empujó a convertirse en el escritor que es hoy.

Las personas que han conversado con él lo describen como una persona tranquila, difícil de alterar incluso en medio del caos. Habla con mesura, elige bien sus palabras y rara vez se apresura en una respuesta. Tiene una mirada aguda, propia de alguien que observa más de lo que interviene. Le interesa lo que sucede a su alrededor, especialmente aquello que otros suelen pasar por alto. Su forma de estar en el mundo es discreta, pero firme, y su manera de moverse deja una impresión de equilibrio y claridad.

La primera vez que lo vi fue en el 2017, en un conversatorio en un colegio público de Duitama. Una ciudad donde, al menos una vez al año, se hacían estos encuentros: escritores, estudiantes, sillas plásticas, un escenario improvisado. Era la Semana Bolivariana. El invitado principal era Héctor Abad Faciolince, quien conmemoró el décimo aniversario de la publicación de El olvido que seremos. Santiago no era el protagonista, oficiaba como moderador, y lo hacía con una naturalidad que desbordaba su rol.

Todas las miradas estaban sobre Héctor. La mía no. La mía se quedó en Santiago. En su manera de narrar sin querer narrar, en cómo entraba y salía de la conversación como si caminara sobre piedras firmes. No sé si los demás lo notaron. Yo sí. Y bastó eso para anotarlo, en silencio, en mi lista de escritores por leer.

La segunda vez fue en la Feria del Libro del 2023, en Bogotá. Lo vi caminar entre la multitud, pero no me atreví a acercarme. Se veía como un señor serio, alto. Vestía una chaqueta azul, pantalones caqui y un saco gris. Su cabello, un poco desordenado. Saludarlo en ese momento era difícil: la cantidad de personas a su alrededor lo arrastraba como si fuera parte de la corriente humana.

Horas más tarde, mientras entraba al pabellón de Penguin Random House, justo cuando iba decidida a comprar Colombian Psycho, lo vi otra vez. Esta vez, él iba saliendo. No había nadie cerca. Era el momento perfecto. Me acerqué. Él, atento, me miró como si ya hubiera vivido esa escena muchas veces, con una calma casi literaria.

—Justo iba camino a comprar un libro de sumercé —le dije, entre nerviosa y emocionada.

—¿Cuál comprarás? —preguntó, con una leve sonrisa.

Colombian Psycho.

—Que lo disfrutes.

Para entender a Santiago Gamboa no basta con leer sus novelas; hay que detenerse en sus giros, en sus quiebres, en los cambios de tono, de paisaje, de protagonista. Hay que leer entre líneas. Y pocos conocen ese terreno con tanta profundidad como Juan Camilo Rincón, escritor, periodista e investigador cultural, cuya obra ha indagado con profundidad en las raíces de nuestra tradición literaria. Lo entrevisté y hablamos de Gamboa.

“Es uno de los grandes escritores colombianos que están vivos”, afirma Juan Camilo. Pero menciona que no basta con leerlo: hay que entenderlo. Y para entenderlo, primero hay que comprender la literatura latinoamericana. Plantea que Gamboa representa una ruptura con los años cincuenta y sesenta, cuando la literatura estaba anclada al campo, el pueblo, los cafetales y los machetes. Con él, en los años ochenta y los noventa, llega la ciudad. La ciudad como personaje, con semáforos, edificios, taxis, lluvia. La ciudad como herida.

La Bogotá de Gamboa es oscura, caótica, imposible de abarcar. Es una ciudad que no es escenario, sino protagonista. En sus novelas, las calles tienen carácter, los bares tienen memoria, los taxis saben secretos. Juan Camilo lo explica con claridad: “Esa transformación urbana trajo consigo nuevos héroes, nuevos villanos. Ya no se trataba de la violencia rural, sino de una violencia más sorda, más burocrática, más elegante: la corrupción, el abuso de poder, la impunidad”.

Y ahí aparece otro giro: la novela negra. Santiago se apropia del género, pero no lo hace desde el cliché. No hay detectives con gabardina ni policías alcohólicos. Hay periodistas. Periodistas que solo tienen la verdad como arma. Y la verdad, en un país como Colombia, es un asunto peligrosísimo. En Perder es cuestión de método, por ejemplo, el protagonista no tiene autoridad, ni dinero, ni protección. Tiene una historia que necesita contar. Eso es todo. Y es suficiente.

Santiago escribe desde la ficción, pero con los pies hundidos en la realidad. Usa hechos reales como punto de partida. Y en eso se nota su relación con el periodismo, con esa necesidad de indagar, de preguntar, de mostrar lo que se esconde. Juan Camilo lo relaciona con autores como Mario Mendoza, Jorge Franco y William Ospina. Pero también traza un linaje internacional: Luis Sepúlveda, por la narrativa que viaja; Roberto Bolaño, por la relación íntima entre personaje y ciudad. “Lo siento ahí”, confesó. Como si Bolaño le soplara al oído.

Otro gesto que lo define, es el hecho de que se incluya en sus propias novelas. Aparece como personaje. Se menciona, se cita, se nombra y hasta se suicida. Juan Camilo sostiene que es un recurso narrativo que podría parecer vanidoso, pero en él es algo diferente, es una forma de jugar, de desafiar al lector, de obligarlo a mirar de nuevo. Esa doble figura —autor y protagonista— vuelve más íntima la lectura. Nos hace sentir que leemos a alguien que también se lee a sí mismo. Un escritor que no se oculta tras sus historias, sino que las habita, que se asoma, que saluda.

Sergio Cabrera, director de cine, lo supo también. Lo entendió con claridad cuando adaptó Perder es cuestión de método. “Reconocí la identidad que ofrece Santiago”, dijo una vez en una conversación con Juan Camilo. No era solo la historia, era el mundo que Santiago había construido. Ese mundo reconocible, urbano, real, con personajes que se mueven como sombras bajo la lluvia de Bogotá, pero que llevan dentro una furia silenciosa por decir la verdad. Cabrera encontró en su novela una estructura que respiraba cine, diálogos ágiles, atmósferas cargadas, tensiones que no explotan de inmediato, pero lo insinúan todo. La mirada de Santiago —la que Cabrera convirtió en planos— es la de alguien que sabe que la verdad no siempre brilla, pero arde. Que a veces basta con contarla bien para que incomode.

Santiago Gamboa escribe desde un lugar en movimiento. Su patria no está delimitada por fronteras geográficas, sino por los libros que ha leído, las ciudades que ha habitado y las historias que ha decidido contar. En él se condensa una nueva forma de ser escritor colombiano, sin miedo al exilio, al cambio, a lo inabarcable. Sus novelas son radiografías de la ciudad y de sus habitantes errantes, de las heridas invisibles que deja la violencia moderna, esa que se disfraza de burocracia, que se esconde en los pasillos del poder.

Su mirada es la de quien no cree en los héroes, pero los escribe igual: derrotados, cínicos, rotos. Se lo ve tranquilo, a veces demasiado, como si ya no esperara nada. Pero uno sospecha que aún carga con la duda de lo desconocido, con mil historias en la punta del lápiz.

 

 


 


 


 


 

 

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