Historia: Los últimos guerreros enmascarados - Directo BC
Los últimos guerreros enmascarados
Textos: Alejandro Ballén Lobo
Fotos: Noelle Maquinay
noellemaquinay@javeriana.edu.co y Alejandro Ballén
Bio: Soy estudiante de comunicación social con énfasis en periodismo en la Universidad Javeriana y asistente editorial de Directo Bogotá Revista. Me interesan los temas de memoria, cultura y periodismo narrativo. Tengo formación como joven investigador del instituto PENSAR y reportero cultural del Ministerio de Cultura.
Los últimos guerreros enmascarados
Aunque ha perdido su popularidad en Bogotá, siguen existiendo personas que practican la lucha libre. Detrás de máscaras, sobrenombres, héroes anónimos y acrobacias, se esconde una práctica con una historia que combina el teatro y el deporte. En el barrio San Fernando, en la localidad de Barrios Unidos, un grupo de luchadores se reúne para continuar la tradición frente a una afición fiel, pero cada vez más pequeña.
Nightman carga en su cuerpo las marcas de casi 40 años en el ring. Su tabique está desviado a la derecha, en el costado de su cabeza rapada está la marca de un botellazo, tiene los brazos anchos llenos de pequeñas cicatrices fruto de los combates dentro del cuadrilátero con alambre de púas, y cuando sonríe con malicia o grita de dolor, destaca en su boca la ausencia del colmillo derecho, que se lo tumbaron de un golpe con una silla.
Su estatura está por debajo del promedio de la de los luchadores: no llega a 1,70. Cuando empezó a luchar le dijeron que era demasiado flaco, pero hace tiempo dejó de serlo. En el 2015 le partieron una pierna a los 35 segundos de iniciar una pelea y a los seis meses ya estaba de regreso en el cuadrilátero apostando su máscara. Luego la perdió y desde entonces pelea sin ella. Su voz se dobla al recordar ese día.
—Después de tanto, ¿por qué sigue acá?
—Porque no hay cosa más bacana que la ilusión de estar en la arena.
Habla con el orgullo de quien se considera invencible. La vida le ha demostrado que no lo es, pero parece que aún lo cree. Sus ojos brillan cuando recuerda los abucheos de los aficionados. En el mundo de la lucha libre hay héroes y villanos, Nightman es de los segundos. Se considera un “rudo”, un tipo de luchador que utiliza artimañas y fuerza bruta para ganar, a diferencia de los “técnicos”, ágiles y respetuosos de las reglas.
Hablamos junto a las escaleras de un centro comercial en el centro de Bogotá. La próxima vez que lo vea será caminando erguido hacia el ring mientras suena la banda sonora que acompañaría a un forajido del viejo oeste. Ese día le darán una paliza.
***
Sábado, diez de la noche. El occidente de Bogotá duerme después de un día de lluvias. En pleno corazón del barrio San Fernando, dos cuadras detrás de la iglesia, un salón comunal es convertido en arena de lucha libre. Desde afuera se escucha la voz de un comentarista que describe golpes y lances; resuenan los gritos, insultos, chiflidos y aplausos del público, y se oye el sonido seco de los cuerpos que impactan contra la colchoneta del ring. Mientras más fuerte es el golpe, más ruge la gente como respuesta. Son alrededor de 150 espectadores, sentados en sillas plásticas blancas alrededor del cuadrilátero. A la entrada pagaron 32.000 pesos a cambio de cinco peleas. Encima de la puerta, un cristo cuelga vigilante.
En pleno centro del salón, ineludible a la vista, un ring de piso azul y borde rojo se levanta a un metro del suelo. Lo rodean tres cuerdas blandas, gruesas y elásticas que ceden con facilidad contra el peso de los luchadores. No están ahí para delimitar la zona de acción, sino para que los luchadores puedan volar. Cuando un enmascarado está en el suelo y otro se trepa por encima de la tercera cuerda, el público empieza a preparar su ruido. Hay algo de heroico en ese instante de gracia en el que el luchador se eleva por encima de la gente, del ring y de su rival. Después impacta contra el otro luchador, carne contra carne, y convierte ese impulso en algo humano: un grito de dolor.
Nightman pelea de cuarto. Su rival es un debutante en el lugar, Astharoth, “El Duque del Infierno”. El luchador, 20 centímetros más alto que su contrincante, entra al ring con dos gruesas cadenas metálicas colgadas del cuello y las deja colgadas en una esquina. Su máscara, roja brillante, tiene una especie de corona formada por siete cuernos en la parte de arriba. A Nightman la pose de triunfador le dura un suspiro. En su primera acometida, corre hacia Astharoth desde las cuerdas, quien se inclina hacia abajo para recibirlo agarrándolo de las piernas. Cuando ya lo tiene firme, se aprovecha del impulso para levantarlo por detrás de su cabeza, como si no pesara nada, y estrellarlo contra el suelo. De ahí en adelante habrá uno solo en el ring y al público no le gusta: empiezan los abucheos.
A los cuatro minutos de pelea, Nightman está en el suelo, sentenciado. En el rincón, las cadenas se mecen como amenaza inminente. Astaroth las toma, camina hacia el centro del ring y levanta la mano derecha para dar un azote seco. El público, por primera vez en la noche, queda en un silencio funerario. El árbitro amenaza con parar el combate, lo que da tiempo a Nightman para levantarse. Apenas lo hace, su rival le pasa las cadenas por el cuello, apoya su espalda contra la de él y lo levanta del suelo. El luchador cierra los ojos y aprieta los dientes, las venas de su cabeza se marcan como cables que no aguantan más tensión. Cuando sus pies ya están varios centímetros por encima del suelo suelta un alarido ahogado. Se detiene el combate y Nightman se retira del ring como ganador por descalificación de su rival. Los espectadores abuchean a Astaroth, chiflan y gritan insultos. Él alza las manos, triunfante, y se baña en su desprecio.
***
Media hora antes de que comiencen las peleas, una docena de niños juegan en el cuadrilátero. Los mayores están cerca de los doce años, y los más pequeños tienen menos de cinco. La lucha se vende como una actividad familiar, en el público hay varios abuelos con sus nietos. Los niños saltan, se agarran, trepan sobre las cuerdas y se lanzan sobre los otros. Rebotan de esquina a esquina y no se quedan quietos, toman como rival indistintamente a quien se les cruce y durante uno o dos minutos se ensañan en agarres y empujones.
En el público hay un payaso. Llegó temprano, brilla por su discordancia y la gente lo saluda al pasar. Se llama Alexánder Rodríguez, pero dentro de la Arena San Fernando es el Payaso Tres. Cuando hay lucha, siempre viste traje, corbatín y nariz roja. Cuando sus luchadores favoritos están haciendo “pancracio”, como él le llama a la representación teatral que hacen sobre el ring, grita y con un palo golpea una caja de cartón para hacer ruido. La gradería de la arena es su pequeño escenario.
—Cuando fui niño como ellos —dice señalando al público—, vi esto por televisión.
Nunca lo pude ver en una arena. Yo acá me estoy dando el permiso de ser un niño, de jugar con ellos e, incluso, con los luchadores. Tenemos la tarea pendiente de encarretarlos a ellos con esto. Nosotros ya somos cuarentones, cincuentones.
—¿Cuál es la razón por la que sigue viniendo acá? —pregunto.
—Porque somos un puñado de Quijotes.
***
San Victorino, pleno centro de la ciudad. Los comerciantes que tienen locales bajan las enormes puertas metálicas que volverán a abrir la madrugada siguiente. Los que tienen sus puestos en la calle empacan lo que se llevarán a las bodegas y cubren con plásticos lo que dejarán en el lugar. Media docena de jóvenes vigilantes distribuidos por la cuadra permanecerán resistiendo el sueño desde las 6:00 de la tarde hasta las 6:00 de la mañana. En la esquina de la carrera 12 con calle 10 está el centro comercial La Gran Esquina. Los primeros pisos están vacíos. A ambos lados de los pasillos carcelarios solo hay tiendas cerradas con barrotes, detrás de los cuales se pueden ver maniquíes, cobijas, camisas, pantalones y vestidos. En el tercer piso, después de subir por una escalera metálica que cruje al caminar por ella, hay veinte luchadores enmascarados practicando cómo caer sin lastimarse.
Los estudiantes de la escuela de la SAW-WAG, una de las pocas promotoras de eventos de lucha libre aún vigentes en la ciudad, entrenan con el Gemelo Halcón II, luchador desde hace 25 años y principal gestor de la compañía. Aún no tienen máscara, están en el proceso de aprender los fundamentos y encontrar la identidad de sus personajes. La máscara simboliza ese paso, cada diseño es único y refleja algo de su portador. El Halcón, por ejemplo, tiene más de 30, todas con el mismo patrón, pero en diferentes colores.
El entrenamiento empieza a las 6:30 y termina a las 9:00 de la noche. Se reúnen dos veces por semana y todos complementan con rutinas de gimnasio. Primero, calientan con ejercicios de cardio parecidos a una rutina de zumba y, luego, van a la colchoneta. Por turnos ensayan golpes, agarres, llaves y caídas. Buscan la seguridad y el espectáculo, es decir, golpearse de una manera que no produzca lesiones graves, pero que se vea contundente. Los que están fuera del espacio de práctica hacen correcciones o chistes. Después de un movimiento mal ejecutado, uno de ellos dice con ironía: “Lo mejor que ha parido la lucha libre en 80 años”; los demás ríen.
El guía del entrenamiento es Hércules Negro, un panameño de piernas gruesas, barba poblada y palabras escasas. Viene de la conocida “Época Dorada”, cuando miles de personas asistían a la lucha libre todas las semanas. Hércules camina con la lentitud firme de quien sabe cómo moverse, pero a quien el cuerpo no le responde como antes. Habla poco y cecea. Los luchadores demás luchadores lo oyen mientras guardan silencio.
Les pregunto sus razones para estar ahí.
—En este cuento llevo quince años. Es puro fanatismo —dice el Castigador, un luchador rudo y tramposo que entre semana trabaja en atención al cliente.
—Lo que hacemos es que con los gritos y los aplausos la gente desfogue toda la adrenalina que tiene —responde el Gemelo Halcón. El día del combate entrará cantando Pica que pica, de Vicente Fernández.
—Amor, pasión. La lucha es algo que te llena a ti. Por más que esto sea rudo, se te mete por los poros —responde Serket, la única mujer del grupo, profesora de preescolar—. Es un baile.
***
Año 1986. El Palacio Deportivo de Bogotá, en la avenida Caracas con calle 22 Sur, está a reventar. Miles de personas compraron sus boletos para ver al texano imbatido, Mr. Morgan, enfrentarse al “Panameño de Oro”, Hércules Negro. Jack, “el Filipino”, arbitra, y Superviernes, un programa de RCN, retransmite la lucha. El enorme estadounidense de 140 kilos se mueve lentamente, aprovechándose de su tamaño para mantenerse en pie ante los envites de Hércules Negro, que corre ágil por el ring lanzando patadas voladoras. Mr. Morgan evita una y amarra a Hércules con una llave de la que, según el narrador, “nadie más ha podido zafarse”. El público se inclina hacia adelante en sus asientos, esperando una sorpresa. Cuando el panameño logra salir de la tijera, la gradería se levanta como un resorte y lo ovaciona con tal fuerza que los aplausos llenan el aire de la arena. Hércules se separa y Morgan corre hacia él, que se agacha para hacer un “trampolín” y aprovecharse del impulso del estadounidense para hacerlo volar sobre él y estamparlo contra el suelo. El público vitorea de nuevo. Cuando parece que Hércules Negro puede ganar, Mr. Morgan le propina un golpe de nocaut en el abdomen. El público queda en silencio, triste. Acaban de ver perder a su ídolo.
Desde principios de los años sesenta hasta finales de los ochenta, la lucha libre vivió en Colombia una época en la que era capaz de llevar más de diez mil personas por fecha a las arenas. El Palacio Deportivo, la Arena Bogotá y el Coliseo El Campín eran algunos de los lugares en los que se congregaban los fanáticos de viernes a domingo. Hay quienes cuentan que hubo fechas en las que hasta 25.000 personas asistieron a ver lucha en la Plaza de Toros de la Santamaría.
Para 1990, la chispa de la lucha libre empezaba a mermar. Muchos luchadores se fueron del país buscando mejores reflectores. La masificación de la televisión y el auge en la popularidad de otros deportes como el boxeo y el fútbol contribuyeron a que la lucha pasara a segundo plano. Se empezó a hablar más de Willington Ortiz o de Pambelé, que del Tigre Colombiano y del Rayo de Plata. Muchos de los luchadores de hoy fueron niños que en esos tiempos se encantaron con los colores vibrantes, los vuelos, los golpes y la posibilidad de ser héroes anónimos. La lucha libre en Colombia carga con el recuerdo de lo que ya no es.
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Al Castigador empieza a complicársele la lucha contra Enigma y parece que va a tener que entregar el cinturón de campeón individual. La fanaticada del lado sur de la arena, que al principio arengaba “¡Vamos, Casti!”, empieza a perder volumen. Rosa, una mujer de pelo blanco y ojos llorosos, continúa sola gritando a destiempo.
La lucha es larga. Durante los primeros minutos, el Castigador, de máscara amarilla brillante, arrastra a Enigma por toda la arena penalizando sus errores con golpes secos. Después, cuando vuelven al ring, Enigma logra encadenar varios vuelos contundentes que alientan a su lado de la fanaticada.
Veinte minutos después, con ambos enmascarados cansados, la lucha pierde agilidad. Al final, sin una superioridad clara, se termina definiendo por llaves y arrinconamientos contra las cuerdas. Ya en el suelo el Castigador inmoviliza a Enigma, el árbitro cuenta lento hasta tres —recibiendo en el proceso el insulto de una fanática que le grita “César, pirobo”— y, cuando el agarre se mantiene, da por terminada la pelea. El Castigador continuará con el cinturón, y Rosa, su madre, está feliz de verlo ganar.
—¿A usted no le da miedo cuando ve a su hijo encima del ring? —pregunto.
—No, porque lo amo. Siempre lo apoyo en lo que sea, en todas sus locuras. Para mí siempre será mi príncipe. Gane o pierda nunca dejará de ser mi hijo.
Rosa no viene sola, todas las personas sentadas a su alrededor son amigos y familiares. Tras recibir el cinturón por su victoria, el Castigador baja del ring hacia esa esquina y levanta en brazos a una niña pequeña con una máscara rosada. Es su sobrina, no debe tener más de tres años. No hay fuegos artificiales, contratos millonarios ni cámaras de televisión. El lunes el campeón volverá a la empresa en la que trabaja y nadie sabrá de su victoria. El Castigador, sudoroso y con la respiración agitada, mira a la niña. El día de entrenamiento dijo que lo que hacía diferente la lucha libre era poder ser lo que alguna vez quiso ser. La niña le devuelve la mirada, quizá sonríe detrás de la máscara, y lo abraza.
Fotos crónica lucha
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En el entrenamiento, los luchadores hacen maniobras cercanas. |
Los aficionados de la arena toman bandos en las luchas. |
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Gemelo Halcón II interpreta una canción ranchera en su salida. |
Antes de iniciar las luchas se entona el Himno de Colombia. |
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Los luchadores observan el entrenamiento. |
Gémelo Halcón II coordina los entrenamientos del grupo |
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Durante una lucha de la jornada se utilizó pólvora. |
Serket en entrenamiento junto a Nightman. |
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El Africano fuera del ring en la última lucha de la noche. |
Los luchadores planean el momento de su entrada. |
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Usar las cuerdas es fundamental para tomar impulso en la lucha. |
Las técnicas de Astaroth le ganaron rechazo del público. |
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Tarántula realiza un vuelo en su combate de parejas. |

