Crónica

La corona pesa más de lo que brilla


Saray Ortega

La corona pesa más

Autora: Saray Mendoza

Fotos: Saray Juliana Ortega Mendoza y cortesía de Brayan Peñaranda

sj.ortega@javeriana.edu.co

Bio:

Saray Mendoza es estudiante de Comunicación Social con énfasis en Periodismo en la Pontificia Universidad Javeriana. Nacida en Cúcuta, ha trabajado en medios de comunicación como el Canal TRO y se ha desempeñado también como actriz y modelo. Su interés principal en el periodismo es la crónica, género que le permite explorar y narrar la realidad con profundidad.

 

La corona pesa más de lo que brilla

Detrás de las coronas y las sonrisas hay una verdad que pocos cuentan. Esta es mi historia: fui reina infantil y, harta del show, me alejé sin mirar atrás. Creí haber cerrado ese capítulo, pero años después, Miss Universe apareció en mi pantalla y algo se encendió. Volví al ruedo. El casting fue un caos, las críticas llovieron, la presión fue brutal. No todo es color de rosa, pero decidí enfrentar el espejo, con todo y sus grietas.

Siempre dicen que los sueños no mueren, pero el mío estuvo enterrado durante años.

En 2013 fui Niña World Norte de Santander y virreina nacional en Niña Colombia. A los seis años ya conocía los focos cegadores, las cámaras exigentes y las sonrisas fingidas. En ese mundo, ser bonita no bastaba: debía encajar en un molde. Jueces evaluaban mi delgadez, mi piel, mis dientes e, incluso, mis rodillas. Todo era medido, comparado y corregido.

Lo que empezó como un juego se volvió una carga. Un día simplemente lo dije: “Ya no me gusta”. Mis papás, siempre conmigo, no dudaron: “No importa, ya encontrarás algo que te haga feliz”, dijeron.

Y así, sin despedidas melancólicas, me retiré. Dejé atrás los tacones, las coronas y los espejos. O eso creí… Años después, un sábado cualquiera, deslizándome por Instagram, vi el anuncio: “Casting para Miss Universe Norte de Santander 2025”. Lo abrí sin expectativas, pero un detalle me hizo sudar las manos: ese año no pedían estatura mínima y, además, yo acababa de cumplir la mayoría de edad. Se me erizó la piel.

¿Una señal, una coincidencia? Llamé a mi mamá.

—Mami, abrieron el casting para Miss Universe y no piden estatura. ¿Qué opinas?¶

—De una —dijo—. Lo peor que puede pasar es que no quedes.¶

—Sí… el que piensa, pierde —contesté.

Minutos después, subí mis fotos y un video con imágenes de niña, mis aportes a fundaciones y esa esencia ‘genuina’ que nunca se fue. Al presionar “enviar”, lo supe: no había vuelta atrás. Miss Universe iba a verme. Y, peor aún, yo quizá volvería a verme en ese mundo del que años atrás había huido.

Una semana después, en plena clase, el celular vibró. Número desconocido. Contesté sin muchas expectativas, pensando que era Claro ofreciéndome algún plan.

—¿Saray Mendoza? —preguntó una voz firme.¶

—Sí…¶

—Habla Edoardo Maldonado, director de Miss Universe Norte de Santander.¶ Sentí un vacío en el estómago.¶

—Mañana es el casting presencial. Si no está en las oficinas de Imágenes [una academia de modelos] antes de las nueve, queda por fuera.

Colgó. Me quedé mirando la pantalla, inmóvil. Sin pensarlo, compré el primer vuelo Bogotá-Cúcuta. Metí lo esencial en un bolso y, en la madrugada, ya iba rumbo al aeropuerto. Al aterrizar en el Aeropuerto Camilo Daza, mis papás me esperaban. Mi mamá, con los ojos brillantes, mientras mi papá, en silencio, buscaba en mi cara a la niña que un día sostuvo una corona.

A las ocho en punto llegué a Imágenes. Una señora de ojos verdes y gesto amable nos abrió la puerta. Frente a mí, un mundo de mármol, espejos y estatuas griegas reflejaba cuerpos impecables. En las paredes, las fotos con nombres y estaturas, parecían trofeos: “Adriana Numa, 1,80 m.”, “Zamara Yanquén, 1,77 m.”… Perdí la cuenta de cuántas superaban el metro setenta.

Me senté en silencio, sintiéndome fuera de lugar. Eran las 9:00 y la sala estaba completamente vacía. A las 9:15, cuando ya el silencio empezaba a pesar, apareció Rocío, la secretaria de Edoardo.

—Edoardo no va a venir —dijo sin rodeos, sin molestarse en suavizar la noticia. Asentí sin saber bien qué responder. Me limité a sostenerle la mirada, intentando que no se notara la mezcla de decepción y nervios en mi cara.

—Pero tranquila —añadió con un tono más amable—, yo le ayudo con todo.

Me entregó una hoja con preguntas básicas: nombre, edad, tallas… estatura, ese dato que supuestamente ya no importaba. Mientras escribía, Rocío me miró de reojo y soltó sin mucho tacto:

—Las otras niñas se tomaron medidas ayer. Como usted no vino, le tocará ajustarse a lo que haya.

Ahí supe que estaba en desventaja. Las otras diez mujeres ya se conocían y yo, además de ser la extraña, no tenía nada listo.

Minutos después llegó Fernando, “Fer” para los cercanos. Rubio teñido, barba descuidada y una actitud de diva que se notaba sin que hablara. Su estilo alternativo chocaba con la estética impecable del certamen, pero me relajó. En ese lugar de mujeres perfectas, él también parecía un poco fuera de lugar.

Pasé al salón de ensayo, un espacio blanco, inmaculado, que reflejaba cada uno de mis movimientos. Era un salón amplio, sin ventanas, donde las paredes eran espejos que no dejaban escapar ni el más mínimo detalle de lo que sucedía. La música de pasarela sonaba en bucle. Fer me pidió que me pusiera en el centro. Desde el fondo, comenzó a hablar.

Respiré hondo y di el primer paso.¶

—¿Por qué estás aquí? —preguntó, mirándome fijo.¶

—Porque siempre ha sido uno de mis sueños —respondí sin dudar.¶

Entonces lanzó otra:¶

—¿Estás dispuesta a cambiar tu aspecto por el reinado?

Guardé silencio, consciente de que la respuesta esperada era un simple “sí”. Sin embargo, una inquietud latente me impidió responder de inmediato.

—Depende. Si afecta mi salud, no estoy segura…

Él me miró con una sonrisa que no supe si era de aprobación o simple curiosidad. Yo, en cambio, ya sentía cómo las dudas comenzaban a circular en mi cabeza. Cada pregunta, cada mirada crítica del espejo, me hacía más consciente de la vulnerabilidad que se escondía detrás de esa fachada perfecta que todos esperaban que proyectara.

—Tienes la fortuna de que, hegemónicamente, eres atractiva —dijo examinándome.¶

Comenzó a rodearme como un técnico calibrando una máquina.

—No creo que necesites cirugía… Aunque tu nariz… Mmmm… no está mal. Hizo una pausa calculada, inclinando ligeramente la cabeza.

—Debes tonificar un poco —continuó, gesticulando vagamente—. Y broncearte, estás demasiado pálida.

Asentí, comprendiendo que no era una sugerencia, sino un dictamen.

—Ese pantalón no deja ver bien tu figura —añadió con una mueca de desaprobación—. Ten cuidado de no cruzar tanto las piernas al caminar y controla la cadera; si la mueves demasiado, podrías parecer más baja.

Cada palabra suya pesaba sobre mí, recordándome la rigurosa transformación que implicaba el mundo al que intentaba regresar.

Fueron horas intensivas de pasarela, tratando de igualar a esas otras chicas que llevaban meses preparándose. Corregir la postura, sacar el pecho, levantar la barbilla —pero sin exagerar, para no parecer altiva—. Hombros atrás, cola afuera, espalda firme, pasos largos y seguros.

El dolor en las costillas se volvió insoportable. Me colocaron un palo entre los brazos para corregir la postura. Mis pies ardían. Cada músculo suplicaba detenerse. Fer se acercó, observándome con su mirada crítica.

—Sé que estás cansada —susurró—, pero no puedes demostrarlo. Aunque te estés muriendo, el jurado no debe saberlo. Tienes un propósito.

Al finalizar, me acosté en el suelo frío, que ofrecía un leve alivio. Mi cuerpo seguía entumecido, atrapado en la rigidez de la pasarela. Fue entonces cuando Fer, por primera vez, me brindó una pizca de esperanza.

—Tienes algo que muchas otras no poseen. La pasarela se mejora, el cuerpo se puede operar, pero el cerebro… El cerebro no. Puedes ser una gran contrincante.

Acostada, esas palabras aligeraron un poco mi carga. Tal vez no estaba tan fuera de lugar.

De repente, Rocío irrumpió en la sala, cortando mis pensamientos de golpe.

—En 30 minutos debes estar en el salón de belleza. No dejes que lo que te digan te haga sentir menos.

Esa advertencia me inquietó más que cualquier crítica.

Antes de salir, Fer me apartó.

—Tienes que llegar impactante. Ellas ya se conocen, tú eres la nueva.

Me prestó unas gafas y un bolso, pero advirtió:

—Nadie debe saber que fui yo.

Salí con la cabeza en alto. La competencia real había comenzado.

Al cruzar la puerta, sonreí con seguridad. Todas vestíamos de negro y tenis blancos: la uniformidad delataba nuestro rol de candidatas.

—¿Eres una de las participantes? —preguntó una joven pelirroja entusiasmada.

—Sí —respondí, intentando igualar su tono.

Me llevó a la zona de lavado. Sentía las miradas: algunas curiosas, otras filosas. Me senté. Al poco apareció un joven de aspecto profesional.

—Hola, soy Christian. ¿Sabes qué quieres?

Como no tenía mucha idea, fui honesta:

—Confío en ti, solo que prefiero algo discreto.

Christian sonrió y comenzó su magia. Charlamos. Tenía 29 años y más de 15 como maquillador. Amaba su trabajo, aunque mencionó ciertos roces con una colega que le cogía el maquillaje sin permiso.

Me delineó las cejas —algo que siempre me incomodó— y luego, aplicó unas pestañas postizas ENORMES, parecían abanicos. Al abrir los ojos, apenas podía ver; los párpados me pesaban y sentía que, al pestañear, iba a salir volando.

—Para ser bella hay que ver estrellas —bromeó.¶

Sonreí, aunque por dentro me preguntaba por qué la belleza debía implicar tanta incomodidad.

Pasaban otras chicas. Me miraban de reojo. Algunas, con descaro. Me sentía fuera de lugar.

Christian me dio los últimos retoques y me tomó una foto. Debíamos crear contenido para redes. Me senté a observar. Todas parecían sacadas de una revista: piernas largas, cuellos esbeltos. Yo, con tacones, apenas medio alcanzaba su estatura.

Luego nos llevaron a Unicentro para el casting y, en los camerinos, nos advirtieron: “Tienen cinco minutos para estar listas”.

La presión era real. En ropa interior, todas nos cambiamos a mil. No hay pudor en este mundo, solo eficiencia.

Y así, una a una, salimos. Llegó mi turno.

***

Las luces me ciegan. Sonrío. Aprieto los dientes con sutileza, sin dejar que la tensión asome. Mis piernas tiemblan, pero nadie debe notarlo. Respiro hondo, fingiendo una seguridad que quizá no tengo. Siento el pantalón ceñirse a mis pasos, la camisa verde rozando mi piel. Tacones. Uno, dos, tres. Me concentro.

Me detengo en el punto exacto. “Mil uno, mil dos, mil tres”… La pausa es breve. No pienso, solo poso. Sonrío, saludo al público con un gesto automático. Evito mirar a los jurados. Doy la vuelta: no perfecta, pero ya no hay marcha atrás. Me duelen los pies. La sonrisa se mantiene, firme como una máscara. Espalda recta, barbilla alta.

El regreso es corto, o el tiempo simplemente se disuelve. Bajo de la pasarela. Respiro. No sé si lo hice bien, pero esos 60 segundos lo fueron todo. Una versión distinta de mí.

Rápido, cambio de vestuario. Me pasan el vestido. Es largo, demasiado, pero no hay tiempo para detalles. Algunas chicas se retocan, otras conversan. Esperamos por una presentación musical.

—A mí me tocó la cuatro —dice una.¶

—A mí la ocho —responde otra.¶

—¿Cómo así? —pregunto.

—Las preguntas. Nos las dieron hace dos semanas.

Me paralizo. Busco a Red, el organizador.¶

—¡Uy, sí! Se me olvidó dártela. Te toca la cinco —dice sin más.

La leo: “¿Qué es la resiliencia en el siglo XXI?”.

Las palabras se escurren. No hay tiempo.¶

—¡A sus posiciones!

Avanzamos en fila. Yo, sin saber cómo, soy la última. Acomodo el vestido y respiro. Desfilamos y formamos una U. Quedo de primera. Sonrío, mantengo la postura. La espalda tensa, la barbilla alzada. La mirada vaga por el público sin anclarse en nadie. Empiezan a llamar.

—Alexa.

Su voz tiembla. Melanie se ríe nerviosa antes de responder. Nosotras sonreímos, como si ese gesto pudiera darle coraje.

Entonces me llaman.

—Buenas noches, Norte de Santander —digo con firmeza.

Edna Márquez, la presentadora, me mira con su sonrisa impecable.¶

—¿Cómo estás esta noche, reina?¶

—Bien, emocionada por estar aquí.

No hay más preámbulos. Sin darme espacio para respirar, lanza la pregunta:¶

—¿Qué significa para ti ser resiliente en pleno siglo XXI?

El silencio se alarga un milisegundo más de lo debido. Respiro hondo. Respondo que ser resiliente en este siglo es tener la capacidad de adaptarse a las adversidades con convicción y que, para mí, el mayor ejemplo de resiliencia en nuestro departamento son los catatumberos, que desde hace meses han tenido que dejar sus hogares. Digo que ellos representan la verdadera resiliencia.

No sé si mi respuesta fue buena. No sé si era lo que esperaban. El vértigo me sacude. ¿Qué acabo de decir? Mi mente se queda en blanco.

Las otras candidatas siguen hablando, pero ya no las escucho. Sigo sonriendo, fingiendo perfección, mientras el ardor sube por mis pies, el dolor me punza la espalda y la tela del vestido me asfixia. No puedo demostrarlo. Aquí, nada debe moverse fuera de su lugar. Quiero gritar. Entonces podemos irnos.

Hacemos el último desfile. Luego vienen las fotos con nuestras familias. Mis papás me abrazan con entusiasmo.¶

—Lo hiciste superbién —dicen, y sonrío.

Poso con el equipo y con las otras chicas. El cansancio es un lenguaje compartido. De regreso en el camerino, el aire cambia. Algunas se quitan los tacones de inmediato. Otras se quedan en silencio, con la mirada perdida. Tal vez pensando en lo que salió mal. Porque aquí la competencia no es solo contra las demás, sino contra sí misma.

***

Desde ese momento, mi rutina cambia por completo. La universidad y el reinado se convierten en dos relojes distintos, cada uno reclamando su parte de mí.

Viajo entre ciudades. Arrastro maletas, acumulo estrés.¶

Por la mañana, clases. Por la tarde, pasarela. En la noche, oratoria virtual. Y, al final, gimnasio.

A veces llego tan agotada que solo quiero dormir. Pero el reinado no admite cansancio.

La alimentación, en teoría, debería mejorar. Pero ocurre lo contrario. Me salto comidas. No puedo comer azúcar, pero la ansiedad me empuja a devorarla a escondidas. Mi cabello comienza a caer en mechones. Los tacones de 15 centímetros ya no bastan: ahora deben ser de 17 y con plataforma.

Las sesiones de fotos se vuelven un campo minado: cada pose, cada sombra, cada músculo, cada gesto debe ser perfecto. Nada puede desentonar. Nada puede temblar.

Nunca tuve problemas con mi imagen. Siempre me consideré mentalmente fuerte. Pero hay un límite en el que los comentarios comienzan a pesar. Un punto en el que cuesta mirarse al espejo sin encontrar algo que corregir, ajustar, pulir, perfeccionar. En este mundo, puedes dar discursos sobre empoderamiento, puedes fingir mil sonrisas, pero terminas cuestionándotelo todo. El cuerpo deja de ser un hogar. Se convierte en una herramienta. Un instrumento que hay que moldear al gusto de otros.

Fue una de esas noches en las que no podía más, después de otro ensayo extenuante, con los pies hinchados, la espalda contracturada y el corazón hecho trizas por algún comentario malintencionado, cuando decidí escribirle a ella. A Adriana. La ex Miss Universe Norte de Santander. La que alguna vez acarició la corona nacional quedando como virreina.

No pensé que respondería. Solo le dije: “Hola, soy candidata este año. Me preguntaba si tenías un rato para vernos. Siento que necesito hablar con alguien que realmente entienda lo que es esto”.

Horas después, me llegó su mensaje. Corto, directo: “Hola, claro que sí. ¿Un café mañana?”.

Nos encontramos en un lugar sencillo, sin brillo ni poses. Adriana llegó sin maquillaje, con el cabello recogido en un moño improvisado, pero su presencia imponía. No por su título, sino por la honestidad en sus ojos.

—Yo también pensé que podía con todo —me dijo después de escucharme un rato—. Que era fuerte, que nada me iba a quebrar. Pero estar ahí es otra cosa. Es vivir bajo una lupa que te juzga hasta por respirar.

Me habló sin filtros. Me contó que lloraba a escondidas en los camerinos, que su piel explotó en acné por el estrés, que su cabello se caía por mechones, igual que me estaba pasando en ese momento. Que llegó a desmayarse en una clase porque llevaba más de 24 horas sin comer. Que la sonrisa más brillante puede esconder una ansiedad insoportable.

—Lo más duro no es lo que te dicen los demás —continuó—, es lo que terminas diciéndote tú cuando te miras al espejo y ya no te reconoces. Cuando tu cuerpo deja de ser tuyo y se convierte en una vitrina que todo el mundo cree tener derecho a evaluar.

Yo asentí en silencio porque en sus palabras se colaban mis propias heridas.

—No dejes que esto te rompa —me dijo, antes de despedirse—. No vale la pena perderse por encajar. No vinimos al mundo para ser medidas con una cinta métrica.

Ese día entendí que algunas coronas no se llevan en la cabeza, sino en la forma en que resistimos. Que entre tantas luces falsas, hay mujeres que deciden alumbrar con la verdad. Y que, a veces, todo lo que necesitas para no rendirte es que alguien que ya pasó por ahí, te tome la mano y te diga: “También estuve en tu lugar, y aquí sigo de pie”.

Así entendí, que el acompañamiento psicológico es fundamental y, sin embargo, corre por cuenta propia. Porque, claro, a los organizadores poco les importa la salud mental. Aquí debes ser fuerte, sin excusas. Si no lo eres, solo serás una oveja en medio de lobos hambrientos.

Una va enterándose de las cosas. Algunas son demasiado obvias. Las concursantes sabemos quiénes tienen más posibilidades, a quién hay que vigilar de cerca. La hipocresía es infinita: te sonríen de frente, pero apenas das la espalda, hablan mal de ti. Un día, durante un ensayo en Cúcuta, escuché a dos chicas hablar. Yo estaba en el baño.

—Ella es linda, pero no es material de reina —decía una.

—No es su culpa, simplemente no nació con la altura correcta —respondió la otra, con falsa compasión.

Las mismas que hablaban mal de mí a mis espaldas eran luego blanco de críticas aún más crueles cuando se daban la vuelta. Detrás de cada “¡eres hermosa!” que escuchaba en los pasillos, se escondía una lista mental de defectos, anotados con frialdad por entrenadores que moldeaban nuestros cuerpos como si fueran esculturas del deseo ajeno. En este mundo —aprendí pronto— la belleza no es una virtud: es una mercancía. Los patrocinadores compran perfección, los jueces negocian favores y la corona, muchas veces, ya tiene dueña antes de que suene el último aplauso.

Entre nosotras, circulaba en voz baja un rumor inevitable: que Miss Simpatía —ese título que decidí otorgarle a una de las participantes por su carisma brillante, aunque algo ensayado— ya había asegurado su lugar. Se decía que pagó alrededor de 200 millones de pesos. Era difícil volver a mirarla sin preguntarme qué tanto de su dulzura era auténtico y cuánto obedecía a una estrategia bien financiada. Pero en este mundo, incluso la simpatía puede tener precio.

Con el tiempo, los favoritismos dejaron de disimularse. Algunas comenzaban a brillar más, no necesariamente por su talento, sino porque habían invertido más: pagando a los patrocinadores, aumentando su presencia en redes, ganando más minutos frente a las cámaras y recibiendo más atención de los preparadores. El trato preferencial se volvía casi natural, como si algunas estuvieran destinadas a ganar, y otras, simplemente, a aplaudir desde la sombra. Dicen que la competencia es justa, pero en este mundo, la justicia también lleva maquillaje, pestañas postizas y contratos ocultos.

Y yo… Me descubrí intentando encajar en un molde que nunca fue hecho para mí. En medio de los flashes, del murmullo constante, de las miradas que juzgaban antes de conocerme, entendí que este concurso no era solo una pasarela: era un espejo. Uno que muchas veces no reflejaba lo que realmente soy, sino lo que esperaban que fuera. Ese reflejo me dolía. Me hacía dudar. Pero también me empujó a mirarme con más honestidad.

Aprendí que la belleza no se define por estándares, ni por vestidos costosos, ni por sonrisas pulidas. Descubrí que ser auténtica, incluso cuando eso te deja fuera del foco, tiene un valor silencioso. Un valor que nadie premia, pero que pesa mucho cuando te vas a dormir sabiendo que no traicionaste quién eres.

No gané. Y eso está bien. Porque, en realidad, me llevé otra forma de triunfo: aprendí a cuestionar, a mirar sin filtros, a reconocer las grietas del sistema desde adentro. Esta experiencia me mostró mucho más de lo que esperaba, y no siempre de la manera más amable. Me enfrentó con mis propias inseguridades, con mi necesidad de agradar, pero también con la fuerza que no sabía que tenía para resistir sin rendirme.

Al final, aunque no me llevé la corona, me llevé las preguntas correctas. Y también una certeza: en un mundo que te exige transformarte para ser aceptada, resistir siendo tú misma también es una forma de victoria. Para este punto, ya lo entendí. Aunque haya sido solo por un instante, yo también conquisté el universo.

 

Niña World Norte de Santander. Aquí empezó todo.

El día del casting para Miss Universe: el regreso inesperado.

Pestañas que podrían volar solas.

Cuando el cuerpo habla lo que la mente calla.

Fuerza que no se maquilla, se entrena.

Un segundo, una pregunta, mil pensamientos.

 

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