Crónica

La coleccionista de plumas


Alejandro Ballén

Texto y fotos: Alejandro Ballén Lobo

a.ballenl@javeriana.edu.co

Bio: Soy estudiante de comunicación social con énfasis en periodismo en la Universidad Javeriana y asistente editorial de Directo Bogotá Revista. Me interesan los temas de memoria, cultura y periodismo narrativo. Tengo formación como joven investigador del instituto PENSAR y reportero cultural del Ministerio de Cultura.

 

La coleccionista de plumas

Colombia es el país de las aves, y su riqueza es estudiada por científicos que, a pesar de las limitaciones, se dedican a explorar y documentar nuestra inmensa biodiversidad. Una de ellos es Natalia Pérez, quien dedica su vida a estos animales en la Colección Nacional de Aves de la Universidad Nacional.

Al fondo del pasillo, sobre un armario de metal verde, un águila con las alas extendidas está lista para alzar vuelo. El animal, de alas marrones y pico amarillo, tiene la vista gacha, esperando que pase una presa. Sin embargo, no va a cazar, pues se trata de uno de los 44.000 ejemplares disecados de la Colección Nacional de Aves, que reposa en el segundo piso del Instituto de Ciencias Naturales de la Universidad Nacional, en Bogotá.

Todos los demás, desde las harpías de un metro de altura, hasta los diminutos colibríes abejorro —que pesan menos que una moneda de 100 pesos—, están guardados en cajones, lejos de la vista. Las gigantescas estanterías están unidas unas a otras y forman un solo bloque.

Natalia Pérez, ornitóloga y estudiante de doctorado vinculada a la colección como investigadora, gira una manivela de metal instalada al costado de una de estas estanterías y la mitad se mueve hacia la pared del fondo, para dejar un pasillo en medio. Es exactamente lo contrario a las trampas de las películas de aventuras con paredes que se juntan para asfixiar a los protagonistas, pues acá los muros se abren para dejar paso al tesoro: la colección de aves más grande de Colombia.

Para que Natalia decidiera dedicar su vida a observar, preservar y estudiar aves, tuvo que pasar un milagro encarnado en un pajarito más pequeño que la palma de su mano. Era 2009 y ella pensaba enfocar su carrera en la botánica, hasta que un amigo le mostró la foto de un ave que capturó en una salida: una tángara real: cuerpo negro, alas multicolor y, en la cabeza, plumas que semejan un pasamontañas azul brillante.

“No podía creer que un ave así se viera en Colombia, tan cerca de Bogotá y que uno pudiera tenerla en la mano, estudiarla. En ese momento entré al grupo de ornitología. Y de las aves ya no salí”, recuerda ella.

Natalia tiene una maestría de la Universidad del Valle, en Cali, y está a menos de un año de recibirse como doctora en biología de la Universidad Nacional, sede Bogotá, donde hizo su pregrado. Ha participado en expediciones en Tolima, Valle del Cauca, Nariño y Guaviare, así como en Huánuco, en Perú. Es una de las fundadoras de la Red de Mujeres Ornitólogas, un proyecto que busca crear espacios para visibilizar la labor de las científicas. A finales del año pasado y principios de este hizo una estancia de investigación en Estados Unidos que duró seis meses. Pasó los primeros cinco en la Universidad de Luisiana, y el último, en el Museo de Historia Natural de Nueva York, donde tomó medidas a más de 700 pájaros para su investigación.

Ahora que está de vuelta en Bogotá, pasa la mayoría de su tiempo en dos lugares: el estudio de su casa, donde pequeñas aves de madera colgadas sobre el computador la acompañan mientras cruza datos o redacta su tesis, y en la Colección Nacional de Aves, en la que es la primera candidata a doctora vinculada en más de quince años.

Natalia llegó de la mano de Gary Stiles, un estadounidense que aterrizó en Colombia en los años noventa para estudiar sus aves. Él estuvo en su cargo por 25 años y es reconocido como uno de los ornitólogos más importantes que ha habido en Colombia. Fue pionero en la investigación de colibríes y fundador, junto con su esposa, Loreta Roselli, de la Asociación Bogotana de Ornitología (ABO). Él fue quien le enseñó a Natalia a preparar especímenes para poder preservarlos y con quien ella hizo algunas de sus primeras salidas de campo.

Andrés Cuervo —doctor en ecología de la Universidad de Lousiana—, llegó como reemplazo de Stiles hace cinco años y es el encargado de todas las labores de curador: dictar cursos, organizar jornadas de preparación, acompañar tesistas, planear salidas y preservar las aves en el mejor estado posible. Después de él, Natalia ha sido la persona más importante para la colección en los últimos años.

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Es martes de un septiembre en el que el sol de Bogotá no da tregua. El pasto frente al Instituto de Ciencias Naturales (ICN) está amarillo y se resquebraja al pisarlo. El agrietado edificio de exterior blanco queda en el límite norte de la Universidad, lejos del bullicio de los corredores principales. En el primer piso está el Museo de Historia Natural, que tiene, justo antes de su entrada, una réplica de un metro de alto de un currucutú —una lechuza suramericana— cuya estructura es de material reciclado, y su plumaje, de hojas secas. En los pasillos de ladrillo hay dos tipos de puertas: las primeras son las de oficinas, sencillas, con una placa en el medio que tiene escrito el nombre del profesor al que pertenecen. Muchas están decoradas con recortes del tipo específico de animales o plantas que estudian. El otro tipo de puertas son dobles y pertenecen a las colecciones.

En el segundo piso, frente a la oficina que pertenece al curador y cuya puerta está adornada con dos modestas aves de origami azul, está la colección de ornitología. Lo primero que se ve al entrar, a la izquierda y sobre un mueble de madera, es un frasco de vidrio de unos 60 centímetros lleno de un líquido amarillento con algo de aspecto alienígena en su interior: un polluelo de avestruz en conserva, que parece una masa sin orden de piel blanquecina y plumas negras.

Al frente del avestruz está el laboratorio principal, donde se hacen las disecaciones. En la sala contigua hay un computador de escritorio y una mesa auxiliar, en la que dejan las muestras ya listas y amarradas a una tableta de icopor, y el horno usado para labores de descongelamiento y secado.

Ese día los estudiantes vinculados a la colección se juntan para preparar varios especímenes con el propósito de despejar espacio en las neveras donde guardan los animales que les envían, la mayoría de los cuales murió en algún accidente. No solo los disecan, sino que a cada uno hay que tomarle medidas y peso, así como extraerle muestras de tejido. Después guardan las aves en frascos con alcohol para así conservar cada ejemplar.

Natalia está sentada sobre una butaca de madera con el ceño ligeramente fruncido mientras trabaja concentrada en disecar un gallito de las rocas. Ella tiene 34 años, la piel morena y un cabello negro ondulado que le cae apenas al nivel de la barbilla. En su muñeca izquierda, la de la mano que sostiene al animal, tiene dos manillas tejidas a mano y un Apple Watch de pulso, azul aguamarina. No está utilizando bata, tiene puesta una camisa sin mangas de color vinotinto y sucia por el aserrín que utilizan en el laboratorio para secar los órganos de las aves. Sus dedos finos, de uñas cortas, impecables y sin pintar, se mueven ágilmente entre las plumas buscando un hueso que agarrar. Su mano derecha sostiene unas tijeras de metal con las que corta fibras musculares en movimientos secos y firmes.

En la sala hay diez estudiantes de biología trabajando mientras que un parlante JBL reproduce canciones de rock en español. En la mesa hay escalpelos, pinzas, reglas, calibradores, bolsas de cierre hermético, agujas y un par de tijeras de podar de mango rojo brillante. Natalia es quien responde las preguntas, como dónde hacer la incisión o cómo desprender un músculo. Si nadie la llama para pedirle ayuda, no para en ningún momento de sacarle las tripas a su pájaro.

Disecar un ave requiere precisión quirúrgica, pero también fuerza suficiente como para quebrar un hueso contra el mesón de madera. El proceso consiste en tomar las medidas del ave, hacerle un corte en el estómago para retirarle los órganos, secarlo todo y volver a darle forma rellenándolo de algodón. La única parte interna que se deja es el cráneo para que el animal conserve su forma. Hay especies más difíciles de preparar que otras por su tamaño, delicadeza o estructura ósea. El tiempo varía dependiendo del preparador y de la dificultad.

—¿Cuánto se pueden demorar cada uno? —pregunto.

—Natalia, cinco minutos —responde riendo Carolina Martínez, la menor de los dos estudiantes de pregrado que está en ese momento en la colección—. Los demás, los mundanos, un día.

—Depende mucho también del tamaño de las aves —agrega Jonathan, su compañero de carrera, quien espera demorarse dos horas con su búho. Natalia, que prepara un ave más grande, se demorará una hora y 20 minutos.

Carolina camina de un lado al otro cargando entre sus brazos el pájaro que se le asignó. Le está hablando. No ha podido empezar a disecar porque el ave, que estaba en la nevera, no se ha ablandado lo suficiente.

—Vamos, mi amor, descongélate —le dice al ave en voz alta. Los demás se ríen por encima de la música: What’s Up?, de 4 Non Blondes.

Mientras espera para poder empezar su preparación, Andrés manda a Carolina a organizar las muestras de plumas. Ella habla de la colección como un espacio tranquilo, “un equipo”, pero también recuerda un episodio vivido el 6 de febrero de este año: el día en que se entró el agua al edificio. Un hueco entre las tejas del techo dejó que se filtrara una pequeña gotera que, conforme crecía el aguacero, se convirtió, según Carolina, en un río. “Salí de clase y volé. Cuando llegué todo estaba inundado”, cuenta Carolina.

En ese momento eran pocas las personas disponibles para atender la emergencia en la colección. Natalia no estaba en la ciudad y la lluvia hacía difícil que llegaran quienes estaban lejos. Un grupo liderado por Andrés se dedicó, después de tapar los estantes con plásticos, a secar uno por uno los especímenes mojados usando secadores de pelo. La lluvia se sumó a las alertas por fallas estructurales y problemas de espacio que parecen pedir a gritos un cambio de infraestructura. Desde hace más de cinco años hay planos para la construcción de un edificio nuevo con equipamiento suficiente para el ICN, un proyecto que costaría 93.000 millones de pesos, pero hoy la construcción sigue sin empezar y el número de aves almacenadas no para de crecer.

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Si en Colombia la ornitología ha proliferado como campo científico es porque no existe otro país igual para ver pájaros. El clima ecuatorial, la diversidad geográfica y otros factores biológicos han hecho que sea el país del mundo con más especies de aves. Las colecciones, como en la que está vinculada Natalia, son solo uno de los lugares desde los que se puede ejercer la ornitología. Dentro del campo existen científicos que trabajan en genética, patrones de comportamiento o conservación.

No solo los biólogos de profesión han terminado relacionados con los pájaros, sino que cada vez más aficionados salen a pajarear por gusto. Entre los grupos de seres vivos, las aves tienen algo especial: su fácil reconocimiento, su vistosidad y su carácter carismático las hacen animales que despiertan el interés de la gente.

La “Estrategia nacional para la conservación de aves 2030”, diseñada por el instituto Humboldt, la Fundación Audubon —dedicada a la conservación medioambiental en varios países— y la Red Nacional de Observadores de Aves propone que la conversación sobre estos animales debe darse más allá de los laboratorios y los salones de clase. El aviturismo, el trabajo conjunto con las entidades gubernamentales y la vinculación de las comunidades son elementos cada vez más relevantes.

“Las aves son un grupo sombrilla: si conservo este grupo, puedo conservar otras especies”, explica dice Noemí Moreno, bióloga que, aunque no se considera ornitóloga, trabaja en Audubon pensando estrategias de conservación de aves. Y añade: “Puedo conservar el ecosistema de bosque seco, donde hay otra cantidad de bichitos importantes, y gracias a las aves voy a conservar un montón de animales que hay adentro”.

Mientras que son pocos los ornitólogos que se dedican exclusivamente a los laboratorios, hay algo que todos tienen en común: la pajarería. Todos los apasionados de las aves, sin excepción, de vez en cuando madrugan para escuchar sus cantos y, con binoculares, observar sus vuelos. En las “pajareadas” pueden verse niños con sus abuelos, adultos que no tienen nada que ver con la ciencia o profesionales que salen a los sitios con la aspiración de observar determinadas especies.

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Natalia está sentada en el sofá de un café del Parkway con un vaso de té frío en la mano. Viste una camiseta rosada con un cóndor de los Andes. Al preguntarle el lugar que más recuerda en sus años como ornitóloga, su mente vuela al Guaviare. Este es el departamento en el que están centrados dos de sus temas de estudio: un análisis de vacío —revisar qué información falta de un sitio— y la investigación del titirijí gorgiestriado, un ave que se encuentra en muchísimos lugares de Brasil y solo en algunos municipios de la Amazonía colombiana.

Guaviare también es el departamento en el que después de ver a una pava hedionda —un ave similar a un faisán, de vuelo corto con alas marrones y negras, cuello delgado, cresta despelucada y notable mal aliento—, Natalia empezó a pintar pájaros en camisetas, chaquetas y lienzos.

La salida puntual que ella recuerda primero al hablar sobre el Guaviare fue en el 2016, en el Parque Nacional Chiribiquete. El objetivo era recabar información de la diversidad biológica y patrimonio arqueológico del parque, para poder declararlo patrimonio ante la Unesco. La expedición duró diez días, la primera mitad en un punto y, la segunda, en otro; ambos inaccesibles por vías terrestres.

—Ingresamos en helicóptero; era la primera vez que yo montaba en uno. Estuvimos como una hora sobrevolando y llegamos al sitio. Recuerdo la sensación de verlo irse y decir ‘¡Dios mío!’. Fueron cinco días, luego el helicóptero volvió y nos llevó a otro sitio—, cuenta Natalia.

—¿En esos días ustedes cómo dormían y qué comían?

—Nos quedábamos todos en carpas. Para comer nos dieron raciones militares. Nos daban la bolsita diaria y en ella venía el desayuno, el almuerzo y la comida; un sobre para preparar como Frutiño y otro para cafecito instantáneo.

—¿Cómo era un día en la expedición?

—Yo estaba apoyando dos grupos: mamíferos y aves. Un día podía comenzar muy temprano para preparar las muestras de mamíferos y, en la tarde, cuando el profe Gary [Stiles] llegaba de campo, lo ayudaba a preparar los especímenes de aves. En la noche, los del grupo de mamíferos salían y yo estaba un rato con ellos, pero mi trabajo de verdad fue ser preparadora, estar todo el día preparando. Generalmente uno prepara en campo: vas, coges tus bichitos y los preparas allá.

Natalia para de hablar, da cucharadas a su cheesecake de frutas y explica las dificultades de disecar en el terreno. La tarea normalmente es de varias horas todos los días de la semana. Las condiciones a veces son difíciles: bandejas en el suelo, humedad, insectos, instrumentos precarios y jornadas extensas. Preparar en laboratorio, como hacen en la colección, no es tan frecuente y requiere ciertos recursos específicos que permitan congelar a los animales capturados y enviarlos hasta Bogotá. Por lo general, los biólogos que trabajan en colecciones se acostumbran a hacer una tarea tan fina y de cuidado como la disecación en cualquier lugar donde puedan montar su campamento.

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En la pared del fondo del laboratorio de la Colección Nacional de Aves hay un mural de casi seis metros que va de pared a pared. Es la representación de un árbol filogenético, el diagrama con el que los zoólogos identifican el parentesco entre las especies de un grupo. Cada una de las 29 aves que están pintadas en la punta de algunas de las ramificaciones simbolizan una familia presente en Colombia. El mural tiene colibríes, búhos, pavas, garzas, flamencos, patos y loros, entre otros. Desde que fue pintado, se ha vuelto tradición que los visitantes se tomen una foto frente a él para guardarla cómo registro. En ese momento Natalia, la pintora, está sentada debajo de su obra cosiendo el estómago de su ya terminado gallito de las rocas.

Natalia fue la última en sentarse y va a ser la primera en terminar. Andrés, el único con experiencia comparable, llegó hace poco y hasta ahora está empezando con su búho. Aún se siente nuevo como curador, un cargo de los que existen tan pocos, que una persona puede tener el perfil idóneo y esperar toda la vida sin que se abra la vacante. En su opinión, hay demasiado trabajo en la colección, pero pocas manos. Para que sus puertas sigan abiertas y puedan seguir, pronto harán falta más personas. De entre los futuros ornitólogos que están sentados junto a él, todos tesistas suyos, pocos van a continuar con el pasar de los años. Algunos se cambiarán a otras ramas de la ornitología, otros se irán a continuar sus estudios en otros sitios. Aquellos que, cómo Natalia, duran más de una década vinculados, enamorados y presentes, son la excepción.

—¿Natalia va a ser su primera tutorada de doctorado en la universidad?

—En la vida —responde Andrés en voz baja y con un marcado acento paisa antes de levantar la cabeza con una sonrisa—. Imagínese cómo va a ser esa fiesta.

En el fondo de la habitación, Natalia rompe la concentración en la que estaba atrapada. Deja las manos quietas, sonríe con la ilusión de quien acaba de recibir una buena noticia y hace una pregunta con tono agudo, casi cantándola, buscando recibir un sí que ya tiene asegurado.

—¿En serio, profe?

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Las últimas salidas de Natalia, diferentes a las del Guaviare, fueron del proyecto Reexpedición Colombia, una iniciativa que comenzó en el 2021 y que pretende tomar muestras de los mismos animales que fueron capturados en una de las primeras expediciones ornitológicas realizadas en el país por el Museo Americano hace cien años. En esta, su labor no fue de preparación, sino que salía con los demás miembros del equipo en la madrugada para montar las redes —tan grandes como una malla de fútbol— con las que iban a capturar los especímenes que congelarían con hielo seco para poder prepararlos luego. En las fotos que muestra de la salida realizada a Palmira, se ven grupos de ornitólogos vestidos de tonos marrones, verdes y azules trabajando en una casa de tejas de zinc. Llevaban cámaras profesionales, kits de micrófonos que parecían pertenecer a un estudio musical y libros más gruesos que una biblia. La última foto se diferencia de las demás: los expedicionarios están de pantaloneta y con camisetas coloridas y posan junto a los locales que les prestaron su casa durante su estancia. Frente a ellos hay una mesa con un mantel de cuadros blancos que tiene encima una torta de cumpleaños. De este proyecto saldrá uno de los capítulos de su tesis, que para ser escrito necesitó que el equipo de la colección preparara 430 aves en tiempo récord.

Más allá de su especialización como científica, Natalia tiene algo de coleccionista. En su cuarto tiene dos aves de peluche, un cucarachero y un búho que le regaló su hermano. Cuando está estresada y se quiere desconectar, le gusta hacer croché y todos sus diseños son de pájaros. Cuando teje le gusta ser lo más exacta posible con los colores, las proporciones y las formas. Tiene una página de Instagram donde hay fotos de las aves que hace. Ya tiene más de 25 tipos diferentes. Ha intentado con la acuarela, pero no le gusta tanto, siente que pierde exactitud. En su antebrazo izquierdo tiene tatuada la planta que la llevó a estudiar biología cuando estaba por graduarse del colegio. No lleva pájaros en la piel, pero sabe exactamente cuál va a ser su próximo tatuaje: una tángara real, el ave que la cautivó hace quince años.

Natalia quiere trabajar en la Colección Nacional de Aves de la Universidad Nacional, aunque no sepa cómo. El trabajo de curadora la intimida, hay demasiado que hacer y el tiempo nunca es suficiente. En las colecciones más grandes del mundo trabajan dos personas: el curador y el gestor, con roles complementarios. Mientras uno puede encargarse del trabajo de campo y las labores pedagógicas, el otro lleva las tareas administrativas y el cuidado de los especímenes. En Colombia aún no se maneja tal escala, pero que llegue parece inevitable. Cada día hay más especímenes, necesidades científicas más precisas y más pajareros. Natalia quiere que las colecciones puedan tener gestores y ella quiere ser la primera.

 


 


 


 


 


 


 

 

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