Crónica

El silencio de la musa


Karol Clavijo

El silencio de la musa

El silencio de la musa

Ana Ríos posa desnuda, pero lo que realmente entrega es presencia, confianza y un cuerpo que aprendió a habitar desde el respeto. Su historia recorre la danza, el maquillaje y la fotografía, hasta llegar al arte de modelar para otros. Cada sesión es un acto íntimo donde la quietud se transforma en lenguaje, y el cuerpo, más que un objeto, se vuelve expresión viva.

Texto: Karol Daniella Clavijo Tapias

ka_clavijo@javeriana.edu.co

Fotos: Camilo Rubiano

Antes de cada sesión, Ana repite un ritual silencioso que se ha vuelto parte esencial de su oficio. No basta con desnudarse ante los ojos ajenos: hay un acto íntimo de preparación que comienza mucho antes de cruzar la puerta del estudio. “Me gusta estirar, mover el cuerpo, despertarlo”, dice. Con las manos recorre su piel, la hidrata con paciencia, como si pidiera permiso para ofrecerla. Sabe que estará quieta durante largos periodos, así que procura activar la circulación, darles cariño a las articulaciones y, sobre todo, dar las gracias. “Siempre le doy las gracias a mi cuerpo por lo que va a hacer, y también al final, cuando todo termine”. Esa pausa es su forma de pactar con el respeto, de recordarse que lo que está por suceder es, ante todo, un acto de confianza.

Esa conciencia corporal no nació de la noche a la mañana. Se fue formando con los años, desde que Ana descubrió, siendo apenas una niña, que el arte era su forma de habitar el mundo. Creció siendo la primera de tres hermanos en inclinarse por la expresión corporal, un camino inusual en su entorno familiar, pero que recorrió con determinación. Tenía apenas diez años cuando la danza —especialmente la contemporánea— se convirtió en su lenguaje favorito para explorar el movimiento, la estética y la sensibilidad.

Durante la adolescencia cultivó esa pasión con disciplina. Mientras asistía al colegio, cursaba un técnico en danza con la intención de convertirse en profesora para niños. En ese entonces, su proyecto de vida parecía claro. “Yo llevaba planeada una vida totalmente diferente a la que llevo ahora”, confiesa sin nostalgia, pero con la lucidez de quien reconoce los giros inesperados del destino.

Uno de esos giros llegó con la pandemia del COVID-19. La virtualidad transformó su manera de habitar el cuerpo y de relacionarse con los demás. “A uno lo que le gusta de bailar es poder compartir con el otro, sentir al otro”, explica. La falta de contacto y energía compartida erosionó su motivación. Decidió hacer una pausa, sin imaginar que esa decisión la conduciría a una profunda crisis emocional.

Durante dos meses, atravesó una depresión que describe como una piedra atada al pecho: pesada, inmovilizante, difícil de nombrar. Fue su hermana quien, al verla apagada y sin rumbo, buscó ayuda profesional. Gracias a ese gesto, Ana inició un proceso terapéutico que la llevó, poco a poco, a reconectarse consigo misma. En una de esas sesiones, recordó la alegría que sentía al prepararse para una presentación de danza, cuando la maquillaban para salir al escenario. Ese recuerdo encendió una chispa.

Con el tiempo libre del encierro, comenzó a ver tutoriales de maquillaje. Lo que empezó como un pasatiempo se convirtió en una herramienta de exploración creativa. Comenzó a tomarse autorretratos: “Yo no sé mucho de fotografía, pero ordenaba todo como me parecía, acomodaba las luces y lo demás”, cuenta. Sin proponérselo, empezó a modelar frente a su propia cámara, a mostrar su maquillaje y a jugar con su imagen con una libertad desconocida. Cada foto era más que estética: era expresión, reencuentro, narración íntima.

Fue entonces cuando, de forma inesperada, recibió un mensaje en Instagram. Un fotógrafo le propuso colaborar. “Me gustaría hacer una colaboración contigo, porque tienes un perfil bueno para algo que quiero hacer”, decía el texto. Ana aceptó. Con timidez, pero también con curiosidad, investigó y luego asistió a su primera sesión fotográfica. Escuchó las indicaciones, se dejó guiar y, poco a poco, ganó seguridad frente al lente. A partir de ese momento llegaron más invitaciones. Lo que parecía una afición terminó siendo una puerta hacia algo más grande.

Movida por el deseo de profesionalizar lo que hasta entonces había sido un juego, Ana se inscribió en un curso de maquillaje. Durante una sesión con un amigo fotógrafo conoció a un joven pintor. Conversando, le comentó su interés por generar ingresos para continuar sus estudios y él le habló de una posibilidad: posar para artistas, dibujantes y tatuadores. La única condición era hacerlo desnuda. Ana lo pensó, evaluó la propuesta y finalmente aceptó.

Posar desnuda, descubrió, no era solo un trabajo: era una confrontación constante con las ideas que otros tienen del cuerpo, pero, sobre todo, con las propias. Durante años había sentido que su delgadez era un rasgo que debía justificar. “Muchas veces uno siente que le hace falta algo”, dice, como quien repite una frase demasiado escuchada. Las personas opinaban con ligereza sobre su físico, como si existiera un molde que debía cumplir. “Me decían: ‘Ay, ojalá tuvieras más busto, más nalgas’, pero al final la pregunta es: ¿me siento bien así?”, reflexiona.

Esa pregunta ha sido clave para encontrar paz frente al espejo. En cada sesión ha comprendido que el cuerpo no necesita justificarse cuando se siente cuidado. “Siempre y cuando tú te estés cuidando, te alimentes bien, le des amor a tu cuerpo, tu cuerpo va a ser como tenga que ser”, afirma con serenidad.

Ana no romantiza la aceptación corporal, pero tampoco se deja arrastrar por las expectativas ajenas. Si algún día desea transformarse, lo hará por elección, no por presión. “Hay chicas que hacen fisicoculturismo, otras que van al gimnasio para cambiar algo que no les gusta. Y está bien, siempre y cuando sea porque tú lo quieres, y no porque te sientes insuficiente”.

Ese equilibrio entre deseo y aceptación también es una respuesta a su historia personal. Su cuerpo, recuerda, ha atravesado momentos complejos, como cuando fue diagnosticada con púrpura trombocitopénica idiopática (PTI), una enfermedad que la obligó a mirarse desde otro lugar. “No sé por qué la gente, cuando uno es delgado, lo percibe como débil, como frágil”, comenta. Pero posar le ha enseñado que lo frágil no siempre es vulnerable, y que la quietud también puede ser una forma de fortaleza. En silencio, mientras otros dibujan su cuerpo, Ana sostiene el suyo.

Después de abrirle la puerta a lo emocional —a ese camino íntimo que la llevó a posar—, resulta natural preguntarse: ¿cómo es realmente el oficio de modelo de figura humana? Más allá de la imagen idealizada o perjudicada que muchos puedan tener, el trabajo de Ana está atravesado por la conciencia corporal, la empatía con los artistas y una precisión que exige tanto del cuerpo como de la mente.

Las sesiones varían según el tipo de taller, pero hay un ritmo general que se repite: Ana llega, saluda, se cambia, se acuerdan las poses y los tiempos. “Esta primera pose va a ser de dos, cinco minutos”, explican al comenzar. Esos primeros movimientos no solo preparan a los artistas; también le permiten a ella leer el espacio, sentir su cuerpo, calcular los ángulos. “Mi cuerpo es alargado”, dice. “Entonces me gusta hacer poses que lo estiren más. Un brazo extendido, una espalda bien delineada… Busco que la pose se vea linda estéticamente”. En ese ejercicio estético, la danza contemporánea —disciplina que practicó durante años— sigue presente.

En los talleres con poses prolongadas —de hasta tres horas—, Ana elige posturas cómodas, sostenibles en el tiempo. A veces las ensaya antes, sobre todo si sabe que pondrán a prueba alguna parte de su cuerpo. “Si sé que se me van a cansar los brazos, trabajo en eso antes. Mis bracitos son muy débiles”, dice entre risas. En esos espacios no hay espejos ni ensayos previos: todo ocurre en vivo, moldeado por el momento y la interacción con los artistas. “Hay un mutuo acuerdo. Les pregunto: ‘¿Les gusta así o quieren que cambie algo?’. A veces quieren que me deje las gafas, porque son difíciles de dibujar”.

Pero no todo es juego o entrega. También hay límites. Ana ha aprendido a decir “no”, a proteger su cuerpo y su energía. “Uno piensa: son tres horas, ¿vale la pena lo que me van a pagar por eso? A veces no. Y eso también es ponerle precio a tu energía, a tu tiempo, a tu presencia”.

Cuando termina la sesión, llega uno de sus momentos favoritos: ver los dibujos. “Ahí es donde te das cuenta de cómo cada persona te vio distinta. Hay alguien que alarga más el torso, otra persona que me dibujó con cuerpo de pulpo… Es curioso y también bonito”. Y luego agrega: “Cada trazo es una mirada. Ninguna te define completamente, pero todas te componen”.

Más que posar, Ana acompaña. No se trata solo de estar desnuda, sino de sostener una atmósfera, de ofrecer una presencia que inspire y sirva como puente entre el cuerpo y el arte. En ese espacio, el modelaje no es objeto: es lenguaje.

A quienes quieren iniciar este camino, Ana les diría que se miraran con honestidad antes de ver hacia afuera, que se pregunten qué buscan realmente, qué les da este oficio. Porque, más allá de lo visible, este trabajo exige una fuerza interior cultivada en silencio, una seguridad que no se quiebra ante los comentarios —menos aun cuando vienen de quienes están más cerca—. Hay que construirse desde adentro, sabiendo que el cuerpo, en su unicidad, tiene un valor que no se mide en juicios ajenos.

Tampoco basta con el talento. Ana ha entendido que el movimiento —esa capacidad de buscar, de tocar puertas, de insistir— es tan importante como la técnica. No siempre llega más lejos quien mejor se maquilla, sino quien mejor se muestra: quien llega puntual, tiene sus herramientas listas y no se detiene por miedo. Detrás de su trabajo hay también una investigación constante, una intención clara: saber con quién trabajar, en qué espacios estar y cómo protegerse sin cerrarse.

Cada camino se construye paso a paso. El de Ana, aunque lleno de curvas, se mantiene firme sobre una certeza: su cuerpo, lejos de ser objeto, es territorio de expresión.

 

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Posar no es solo quedarse quieto: es leer el espacio, sentir el cuerpo, cuidar los ángulos.

“El modelaje no es objeto: es lenguaje”.

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