Historia: A través de las manos - Directo BC
A través de las manos
A través de las manos
Las manos son nuestro instrumento por excelencia y a través de ellas se cuentan infinidad de historias. Las texturas, las manchas, los callos y las cicatrices son los recuerdos que el tiempo traza en ellas para recordarnos que estamos vivos y tenemos mucho por contar. A través de sus manos, seis personas narran sus historias de vida.
Texto y fotos: Daniela López Orozco
lopezodaniela@javeriana.edu.co
Un legado de pasión por la naturaleza
Miguel Quintero, un hombre de 73 años, ha dedicado su vida al Jardín Botánico de Bogotá. Comenzó a trabajar ahí a los 16 años, cuando dejó la Sierra Nevada del Cocuy, donde, como él dice, “nació entre frailejones”. El fundador del jardín, Enrique Pérez Arbeláez, lo recibió con los brazos abiertos, lo cobijó y le dio la oportunidad de aprender los conocimientos de la tierra.
“Pasé por la universidad, pero sembrando plantas y jardines”, dice Miguel, quien ha viajado por toda Colombia recolectando semillas y plantas para el jardín. Su pasión por la naturaleza lo ha llevado a explorar diferentes regiones, desde el Quindío hasta el Putumayo.
Miguel destaca la importancia de las manos en su trabajo. Para él, son herramientas esenciales para sentir, cuidar y manipular las plantas. Rechaza el uso de guantes porque le impiden sentir la textura y la fragilidad de las plantas. Sus manos son sensibles y le permiten realizar tareas delicadas, como la siembra de semillas diminutas y la polinización de flores.
Con 57 años de experiencia, Miguel considera que sus manos son una extensión de amor por la naturaleza, son primordiales en su día a día y le permiten conectarse profundamente con la tierra. “Las estimo y las quiero mucho, amo todo mi cuerpo. Mis manos son sensibles y fundamentales para mi trabajo”, dice.
Un oficio de familia
Jaime Ospina tiene 74 años y ha arreglado zapatos desde niño. “Es un legado de familia”, explica. Sus tías, su papá y sus abuelos trabajaron en el mismo negocio y él, desde los 8 años, aprendió a usar las manos para coser, pegar y vulcanizar todo tipo de calzado.
“Muchos zapateros dicen que se está acabando el oficio, pero creo que realmente se están acabando los buenos zapateros”, afirma. Considera que le quedan máximo dos años más en su puesto; quiere retirarse y cuidar de sus gatos, Sylvestre y Niño. Ellos son su familia, lo acompañan en su casa en Potrero Grande, “el barrio más hermoso de todo Cali”, como él lo llama.
En el barrio San Nicolás, entre la carrera 9 y la calle 16, Jaime ha pasado casi toda su vida reparando miles de zapatos. Sus manos gruesas, curtidas, con peladuras y uñas mal cuidadas, muestran la dureza y dignidad de su oficio. Lo más difícil, dice, es no tener trabajo, hay días en blanco y otros en los que le faltan manos.
Lo que más le conmueve es cuando alguien se le acerca sin miedo, simplemente a conversar. “Lo más bonito es que me hablen, que me pregunten cómo estoy… No quiero ser invisible”. Sus manos, esas amigas incansables, han sido su sustento y compañía.
Un niño que vive a través de la música
Mario Sepúlveda es un niño de 66 años que vive su sueño de ser músico todos los días. “Desde el día que me parió mi madre supe que estaba hecho para esto”, dice con seguridad. Canta boleros en “La Playa”, un rincón popular de Bogotá, en la calle 55 con avenida Caracas, donde los artistas callejeros se resisten al olvido. De día es vigilante, pero de noche se transforma en estrella. Dice que lo hace por amor, como lo ha hecho siempre.
Se crio entre quince hermanos, y en los coros familiares que armaban para cantar villancicos descubrió su voz. Hoy esa voz ha cambiado, y admite que fue una de las transiciones más difíciles de su vida. A pesar de eso, sigue cantando, acompañado de su guitarra. Mario recuerda con cariño la Tuna del Liceo Roselio: “Los amo con toda el alma. Esos fueron los mejores años de mi vida”. Ahora no toca por reconocimiento, sino porque no sabría hacer otra cosa.
Sobre sus manos, Mario es sincero. “He sido muy indisciplinado con mis manos, no las cuido como debería. Eran bonitas, pero ya no”. Reconoce que no son lo más importante para su arte, pero también le duele ver a quienes no pueden usarlas. Sabe que la voz y el alma llevan la melodía, pero sus manos lo acompañan. Con ellas escribe, aplaude y rasga las cuerdas de su guitarra con fuerza. En Mario no hay que buscar perfección, sino pasión, la de un niño eterno que aún canta boleros bajo las luces de la capital.
Cocinar para alegrar el alma
Tiene 72 años y se llama Odilia Muñoz, pero casi nadie la conoce por ese nombre. Desde que tiene memoria todos la llaman “Lola”. Llegó al restaurante El Portón de Meléndez, en Cali, por recomendación de una amiga y comenzó lavando loza. Observando a sus compañeras, fue aprendiendo a cocinar y, en poco tiempo, ya era parte indispensable del equipo. Hoy cumple 37 años en una de las cocinas más queridas de la ciudad, haciendo su labor con la paciencia y el amor de quien ha convertido su trabajo en un hogar.
Aunque en el restaurante es reconocida por su sazón, dice que en su casa cocina aún mejor. Sus fríjoles son famosos y el sancocho que prepara tiene clientela propia. A pesar de que las marranitas son el plato estrella de El Portón, es lo que menos le gusta hacer. Lo suyo son las arepas y puede preparar hasta 200 en un día.
Entre ollas, cucharones y aceite caliente, Lola ha aprendido a confiar plenamente en sus manos. Las pequeñas cicatrices por quemaduras y cortes son parte del oficio, pero ella no se queja. Tiene claro que seguirá trabajando hasta que el cuerpo le diga “ya no más”. Sus manos, que cuida con esmero, son su herramienta y su sostén. “Sin ellas se me acabaría la vida”, dice con firmeza.
Miles de historias por contar
Carlos Bernal tiene 48 años y desde los 14 limpia y embetuna zapatos en la Universidad Javeriana. Empezó en 1989, cuando le pidió permiso al padre rector Alberto Arango para trabajar dentro del campus, pues antes vendía dulces en los alrededores. Han pasado 35 años desde entonces, y Carlos ha sido testigo del paso del tiempo en cada rincón de la Universidad.
Aprendió el oficio de embolar viendo a otros, escuchando consejos de amigos y familiares. Conoce el betún, el champú, el cuero y el charol como si fueran parte de su cuerpo. Dice que su trabajo es un arte, uno que perfeccionó con paciencia y dedicación. Lustra unos 30 pares de zapatos al día y, mientras lo hace, escucha historias, anécdotas y sueños.
Algunos profesores llevan más de diez años confiándole sus zapatos. Carlos no estudió más allá de sexto de bachillerato, pero siente que cada conversación le enseña algo nuevo. Le fascina el conocimiento y, aunque la vida lo llevó por otro rumbo, sigue soñando con aprender idiomas o estudiar administración.
Sus manos —grandes, firmes y curtidas por el betún— son su herramienta de vida. Su esposa le recuerda que se le resecan mucho, pero él dice que ya no le molesta, “yo soy todo terreno”. Al principio le incomodaba ensuciarse, ahora solo le agradece a Dios por tener sus manos y poder trabajar con ellas.
Un ciudadano del mundo con un corazón inquieto
Fréider Muñoz es como un pajarito: está hecho para volar y nadie lo puede atrapar. No le gusta revelar su edad y, con una sonrisa traviesa y una mirada llena de vida, dice: “Tengo 15 años y cada día me hago más joven”. Nació en los años sesenta y en su niñez vendía flores en la calle, pero desde los 12 años ha explorado el arte de la filigrana entre viajes, ferias artesanales y caminos que ha recorrido con mochila al hombro.
Sus padres emigraron de Ocaña hace muchos años y así sembraron en él una semilla aventurera que nunca ha dejado de crecer. Su arte lo ha acompañado durante casi 40 años y lo ha llevado a recorrer toda Latinoamérica y algunas partes de Europa.
Aprendió observando, preguntando, intercambiando saberes con otros viajeros. Perú, Brasil y Venezuela han sido paradas fundamentales en su formación, pero asegura que lo más valioso no son los destinos, sino las personas que ha conocido. Los materiales para sus piezas los consigue en trueques con otros nómadas y todo lo que crea tiene su propia historia.
Antes soñaba con ser futbolista, pero un disparo en la rodilla lo obligó a cambiar de rumbo. Encontró en sus manos la herramienta perfecta para seguir soñando. Ellas son un testimonio de cada camino andado. Tienen huellas, marcas, callos y cortes, pero también una precisión y delicadeza que convierten el alambre en joyas perfectas. “Mis manos son mi arte”, dice con orgullo.
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Miguel Quintero lleva 57 años trabajando en el Jardín Botánico de Bogotá. |
“Las manos de un agricultor deben ser firmes y delicadas”, dice Miguel. |
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Las suculentas son unas de las plantas con las que más trabaja Miguel. |
Jaime Ospina ha sido zapatero desde los ocho años. |
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Las manos de Jaime tienen varias peladuras por su trabajo. |
Jaime puede coser alrededor de doce zapatos al día. |
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Carlos Bernal trabaja desde los 14 años embolando zapatos en la Universidad Javeriana. |
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Fréider ha conocido más de 30 países. |
Fréider aprendió a trabajar la filigrana en sus viajes. |

