Crónica

El teatro de la memoria afro

Historia 1

Sophie Echappé Palomino

Teatro afro

Texto: Sophie Echappé Palomino

so_echappe@javeriana.edu.co

Fotos: Sophie Echappé Palomino, cortesía de Miguel Truman y de Diookaju

Bio: Soy estudiante de último año de Comunicación Social y Ciencia Política, con énfasis en periodismo e investigación para la paz. Aferrada a vivir con preguntas y curiosidades.

Dedicada a observar todo lo que me rodea. Desde hace siete años me entrego a la fotografía y, desde hace cinco, a aprender sobre el oficio del periodismo.

El teatro de la memoria afro

Catalina Mosquera, María Moreno y Ana Ruth Díaz hacen parte de Diookaju-Generación Arte Afro, una agrupación compuesta por cantadoras y bailarines afrocolombianos. De manera colectiva, han creado obras de teatro que se inspiran en las vivencias propias, para así incidir y transformar las mentes y acciones de su público.

El escenario es oscuro y un único foco de luz amarilla puesto en el centro alumbra el piso negro. Allí, una mujer da varios saltos en puntas de pies, sin que su espalda se encorve. Mientras sube, en cada salto sus hombros se elevan y sus brazos se extienden a los lados, mientras que sus palmas giran para mirar hacia atrás. Tiene puesta una máscara plateada que se asemeja al color blanco cuando entra en contacto con la luz. Esta le cubre los ojos, las mejillas y la nariz. Al bajar, su vestido terracota cae y logra reflejar su material sedoso, pesado y, a la vez, flexible para hacer posible el movimiento.

Los saltos se acompañan de lo que parecen ser cajas de ritmos que, al oído, se sienten rápidos. Entra un teclado más largo y la mujer extiende su torso hacia atrás y hacia adelante apenas moviendo sus manos. Da pasos lentos con los pies. Esos pasos —que vacilan entre la actuación y la danza— son firmes y, a pesar de estar descalza, el público es capaz de escucharlos.

Es entonces cuando aparecen otras tres mujeres con espejos en mano y la rodean; ella, con tono agotado y sin dejar de moverse de lado a lado, les dice: “Es importante insistir, persistir, pero jamás desistir”.

Ella es Catalina Mosquera, una mujer afrocolombiana de 42 años, nacida en Bogotá, bailarina egresada de la Academia Superior de Artes de Bogotá (ASAB), actriz y madre. Su juego con los espejos hace parte de la obra teatral Detrás de mí estoy yo, en la que se exponen las máscaras que día a día ellas se ponen para verse, ver a otros y que otros puedan verlas. Son autorretratos que, indudablemente, hablan también de aquellas máscaras del público.

Hace siete años creó esta obra de teatro junto con su esposo, Julián Díaz. Con él comparte el amor por el baile y la actuación. Julián tiene 46 años y es artista escénico de la Universidad Pedagógica Nacional y actor de la Academia Charlot.

Ambos fundaron Diookaju hace catorce años, una agrupación afrocolombiana de cantos, danza y teatro. El acrónimo de la agrupación está formado a partir de sus nombres y los de sus tres hijos: Dinari, Olofi y Oro.

Desde el 2010, han dirigido y creado al menos 14 obras de teatro que han sido puente para contar vivencias desde su sentir afro, como dice Catalina. En ellas se plasma escenafro, una técnica creada por ellos dos que fusiona la danza afro y la actuación.

“La actuación me ha dado la oportunidad de poner la voz y el cuerpo; la danza me ha permitido poner libertad”, afirma la actriz y bailarina, quien, por medio de la danza, logra reafirmar su identidad como mujer negra en la capital.

Diookaju se ha presentado en distintos escenarios en Bogotá y ha participado en eventos como el Festival Internacional de Artes Vivas (FIAV). También ha estado en tarimas de Medellín, Buenos Aires y Guadalajara.

Hoy ensayan en una sala ubicada en un segundo piso de la casa de María Moreno, la madre de Catalina. Ella proviene de San Martín de Purré, un corregimiento del departamento del Chocó, del que huyó para evitar un matrimonio no deseado. Sus más de 50 años en la capital la han llevado a cocinar changua, plato tradicional bogotano, pero con queso costeño, para no olvidar sus raíces. Con 74 años, hoy actúa y canta para Diookaju, pero en algún momento se preguntó si era posible que su cuerpo con achaques de artrosis, actuara en un escenario. “Yo no quería, no lo entendía, no me gustaba. Un día, en la iglesia recibí una profecía, y el pastor me dijo estas palabras que nunca se me olvidarán: ‘Si es lo que vas a hacer, hazlo bien. Porque soy yo el que te tengo allí, no me dejes en vergüenza’”. Esa frase me colmó espiritual y moralmente y llenó mi expectativa de que sí era capaz de hacerlo”, expresa María.

Además de actuar, María se adentró en el canto con las cantadoras de Echembeleck, un espacio musical conformado por mujeres afrocolombianas que han atravesado situaciones de desplazamiento o desarraigo y discriminación. La letra de su primera canción, compuesta por ella misma, surgió mientras recordaba vivencias en su llegada a Bogotá.

—¿Le gustaría cantarla? —pregunto.

—¡No he tomado ni tinto! —exclama María con sonrisa tímida.

Tiene el pelo canoso recogido hacia atrás. Viste un saco gris de lana con ocho botones cafés que le llega casi a las rodillas. El pantalón blanco de seda combina con sus zapatos beige semiabiertos. Se acomoda en la silla, mira a su hija, que está sentada al lado derecho, y luego a Oro, su nieta de seis años. La niña la impulsa con ojos atentos. Entonces, empieza:

Yo me vine del Chocó con tristeza y con dolor

de haber dejado mi tierra, mi familia y mi región.

Pero llegué a Bogotá, se me despertó el dolor.

Se me despertó el dolor porque me tocó vivir racismo y discriminación.

Ay, yo lloraba y lloraba pensando en mi Chocó que lo veía tan lejos.

Oro repite junto a su abuela algunos fragmentos de la canción, mientras se tambalea en el sillón naranja situado al frente de una mesa de centro. Allí reposan figuras de porcelana de mujeres negras con materas en la cabeza y un portarretrato con sus otros dos nietos.

María sube sus manos, aplaude y sigue cantando:

Me dolía el corazón, pero yo cogí el pañuelo y me sacudí el dolor.

Y juré por mis ancestros que no me iban a vencer.

Yo llevo 50 años de vivir en Bogotá.

Es que un chocoano ofendido no se deja pisotear, no se deja pisotear.

Termina la canción que parece haber resonado por toda la cuadra, pues su tono de voz envuelve los oídos de quienes la escuchan, evitando cualquier distracción.

—Esa es mi canción. Esa es la historia de la cucha María —dice.

En el 2010 empezaron los ensayos con María, que se convirtió en una de las actrices de Raíz de ébano, una obra teatral que busca honrar las memorias y el lugar de las madres y abuelas afrocolombianas. En ella se narra el recorrido de tres mujeres desde la danza y la actuación: Alba Nelly Mina, María Moreno y Ana Ruth Díaz. Ellas dejaron sus tierras en Cauca, Chocó y Valle, respectivamente para llegar a Bogotá.

Ana Ruth Díaz, que hoy tiene 70 años, va contando a lo largo de la obra las discriminaciones que vivió en Candelaria, Valle, su tierra, en la que incluso sus hermanos la marginaron. A Bogotá llegó con deseos e intenciones de transformar su condición socioeconómica.

Durante la muestra, las luces envuelven a las tres actrices. Llevan vestidos anchos y largos hasta los tobillos, así como turbantes. Caminan hacia delante mientras suena de fondo percusión colombiana y africana. De repente, desde el centro del escenario, Ruth canta, y en su interpretación habla de un árbol que crece y de la añoranza de su madre, Rosa Amelia Molina.

Suenan tambores, renuncian a la línea diagonal que va de lado a lado del escenario y empiezan a caminar aleatoriamente. Acarician su rostro, observan sus manos y sus brazos. Llevan el tronco hacia el cielo en un movimiento circular. Regresan hacia adelante tocando el suelo. Ruth, en escena, repite su canción en voz baja, casi tarareando.

La mujer recuerda y habla de Raíz de ébano con voz temblorosa.

—A mí esta obra me sanó. Yo vivía siempre pensando: ‘¿Por qué pasaron tantas cosas? y ¿para qué?’. Todo eso estaba ahí guardado, y cuando empezamos a contar nuestra historia, me quebrantaba mucho, lloraba y no podía casi ni hablar. Cata estaba al frente y los otros en el elenco me decían: ‘Vamos, que usted puede’”.

Ana Ruth, de trenzas y candongas plateadas, está sentada en el sofá naranja de la casa de su amiga y consuegra. Mientras rememora, se le empañan las gafas, pero se interrumpe a sí misma para tomar un sorbo de tinto. Está al lado izquierdo de María, y la mira repetidas veces mientras habla. Es, tal vez, la más sonriente de las tres. Sonríe mientras habla de sus nietos.

Se ha dedicado a la actuación con Diookaju y, junto a María, es considerada una mujer mayora de la Fundación. Así llaman Catalina y Julián a sus madres. Además de eso, heroínas. Las ven con ojos de respeto y las escuchan permanentemente. Sus historias de vida son honradas mediante la creación de obras de teatro.

Conspiración es otra de las obras. La montaron en el 2021 con la intención de honrar las vivencias de sus antepasadas afro, no solo de sangre, sino también de luchas, saberes, fortalezas y liderazgos, como los de Ana María Matamba y Polonia. Ellas fueron mujeres negras que lucharon por la libertad de hombres y mujeres a quienes esclavizaron durante la Colonia.

Ana María Matamba nació alrededor de 1720. Cuando Colombia dio su grito de independencia, en 1810, esta lideresa ya tenía 90 años. Es histórica en las luchas emancipadoras, porque, a pesar de haber sido esclavizada desde su nacimiento, resistió conservando su apellido de origen africano y, por lo tanto, manteniendo parte de su identidad afro.

Por su lado, Polonia fue una mujer negra que lideró enfrentamientos contra algunos españoles y sostuvo la fuga de mujeres que fueron esclavizadas en la región de Malambo, cercana a la ciudad de Cartagena. Fueron entre 150 y 200 mujeres según narra la escritora Elvia Duque Castillo en su libro “Aportes del Pueblo Afrodescendiente: la Historia Oculta de América Latina”.

Conspiración es una obra en dos planos: el físico y el espiritual. En el primero están ellas, que son las ancestras. Queremos visibilizar la parte de las mujeres negras en las luchas y en las libertades de Colombia. Son personajes emblemáticos que no se conocen, pues no se habla del aporte que han hecho a la construcción de la nación. Y en el segundo está el estallido social de 2019, 2020 y 2021, donde hay mujeres que exigen sus derechos —relata Catalina.

Para Catalina, el sostén de sus ancestros hombres y mujeres es permanente cuando está en escena. Además, hablar de quienes vivieron antes que ella es una responsabilidad, pero también un legado para los que nacieron después de ella. Es una responsabilidad visionaria, como dice.

Las mayoras de Diookaju también quieren dejar ese legado.

—Un árbol uno lo arranca, pero la raíz queda ahí y por algún lado sale una ramita de esas raíces. Puede ser que Oro, sus hijos, sus nietos o sus tataranietos les cuenten a los hijos de sus hijos que hubo dos mujeres que dejaron una historia. Van a tener una historia que contar y nunca nos van a dejar morir, no nos van a olvidar —cuenta Ruth.

Mientras le pide galletas con mermelada a su madre, Oro escucha cada palabra que comparten las mujeres en la sala del hogar de su abuela. Ellas entienden el arte, la actuación, el canto, la poesía, la casa, la cocina, la fiesta y la tarima como una forma poética de narrarse y una forma contestaria de responder a preguntas personales y después colectivas como: ¿qué es el desplazamiento?, ¿qué respiro le van a dar a su familia?, ¿cómo visibilizar el heroísmo de sus madres?, ¿cómo hablar del encierro desde la danza?, ¿cómo se viven los sitios de rumba para la gente afro? y ¿cómo contar la historia de aquellas lideresas del pasado?

—Estoy aquí hablando con usted —dice Catalina— por mucha sangre, muchos dolores, muchos cuerpos y mucha gente que estuvo antes de mí. Esto es una responsabilidad política.

Catalina Mosquera, cofundadora de Diookaju.


 

La huerta de María Moreno con vista a Ciudad Bolívar.


 

María expresando su voz a través del canto.


 

En el barrio Jerusalén, la sede de ensayos de la agrupación Diookaju.

Ruth Díaz se dedica también a escribir poesía.


 

Las tres generaciones de Diookaju.


 
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