Ángulos

Fragmentos de un latido frágil


Tabata Martìnez Arévalo

Fragmentos de un latido frágil

Romperse, latir y ser frágil

Por: Tabata Martìnez Arévalo

 

Siento los pies fríos y las manos me tiemblan. Creo que voy a vomitar y que esto nunca va a acabar. Me despierto sabiendo que va a volver a pasar. La psicóloga dice que será más fácil con el tiempo, pero yo no lo siento así. Y entonces me pregunto: ¿por qué tengo que estar bien? Nos movemos cada vez más rápido. Y en esa velocidad, nos desgastamos. Sentimos que tenemos que cumplir con algo, aunque no sepamos qué. La sociedad habla de bienestar, pero su ritmo lo arrasa todo.

Un día, en medio de una de esas crisis, entendí que no era solo mío. Ese cansancio también habita en otros, incluso en quienes me rodean.

Lo vi en miradas apagadas, en silencios prolongados, en rutinas forzadas. Y entendí que no se trata de algo individual: es un malestar que compartimos en silencio. Entonces, ¿qué nos queda? ¿Seguir cumpliendo con expectativas que ni siquiera comprendemos? ¿O detenernos antes de que este ritmo nos desborde por completo? Esas preguntas no dejaba de resonar en mi cabeza. Porque en una sociedad que no se detiene, pensar se vuelve un lujo. Y entonces, cuando una persona ya no puede más, ¿qué opción le queda?

Fue entonces cuando entendí que romperse puede ser un acto de valentía. Decir “me duele” cambia todo: no solo en uno, sino también en los demás. Cuando lo dije en voz alta, quienes me rodeaban tuvieron que detenerse conmigo, al menos un poco. No para dejar de vivir, sino para acompañarme.

Pero lo irónico fue ver cómo la empatía venía con prisa. Como si sanar tuviera un plazo. Todos esperaban que estuviera bien en una semana, un mes… y no fue así, sanarse siempre tarda. Ahí comprendí que, muchas veces, nos importa más la historia de superación que el dolor real.

En este momento, hay diversos estudios que advierten sobre el aumento global de trastornos de ansiedad y depresión, principalmente desde la pandemia, y especialmente entre personas jóvenes. Sin embargo, a pesar de ello, seguimos siendo criados en esa lógica de “haz como si nada”. Y lo peor de todo es que terminamos creyendo que lo que sentimos —ese no poder hacer las cosas, ese no poder continuar— es una falla personal.

Ahora imagínense eso en jóvenes que aún no tienen las herramientas emocionales para cambiar las cosas. ¿Y en quienes ya no son tan jóvenes? ¿Cuánto les va a costar desaprender algo que les inculcaron toda la vida? ¿Cuánto nos va a costar a todos? En muchos casos, me empecé a dar cuenta de que no nos ponemos máscaras por hipocresía, sino por miedo. Miedo a lo que dirá la familia. Miedo a lo que dirán los amigos. Miedo a que piensen que fallamos como seres humanos. Que no somos tan increíbles como todos pensaban. Que no soy la niña estrella que era en el colegio. Que no soy aquella persona tan inteligente que parecía ser en la universidad.

Porque sabemos que, si nos mostramos tal como estamos, corremos el riesgo de ser dejados atrás. Y entonces lo normalizamos. Aparentar se vuelve el día a día. Decimos que estamos bien, sostenemos una imagen que hemos construido por tanto tiempo. Una imagen que se vuelve, poco a poco, insostenible.

Y entonces, en algún momento —porque el cuerpo es tan sabio como siempre lo ha sido— nos traiciona. Y la mente se rinde. Es cuando la máquina que llamamos cuerpo se funde.

Aunque no he llenado de datos este espacio, podría decir que son miles los casos en el mundo. Y que probablemente, a su alrededor, usted tenga al menos una persona que llegó al agotamiento extremo antes, durante o después de la pandemia. O quizás lo notó en una conversación con sus amigos. O quizás esa persona es usted. Usted que tuvo que detener su trabajo, sus estudios, su vida, porque su máquina “falló”. Aunque, en realidad, no fue una falla.

Yo también quiero estar bien. Pero fingir que lo estaba fue tan duro, que a veces dolía más fingir estar bien que el mismo dolor de las crisis.

Ahora me doy cuenta de que no quiero que mi salud mental sea solo un post de Instagram. O una lectura motivacional sobre cómo superar el trastorno de ansiedad o esas malas rachas en las que no sabemos qué hacer. Quiero que exista un espacio real para hablar del vacío, del cansancio, del estrés, de la tristeza. Que esas conversaciones sean parte de lo cotidiano, sin sentir que estamos fallando por no estar bien. Tal vez solo estamos cansados. Tal vez solo necesitamos un poco de comprensión.

Esa comprensión que el mundo fue alejando mientras crecíamos. No para volvernos mártires, sino para dejar de sobrevivir en soledad.

Porque, tristemente, si vivir significa seguir aparentando, yo ya preferí romper el guion. (Aunque sea incómodo. Muy incómodo y doloroso). Aunque a veces no sepa qué decir, prefiero la verdad del dolor a la mentira del bienestar. A la mentira del trabajo. A la mentira de ser perfecta todo el tiempo, como me lo impusieron.

Y si eso a usted y a mí nos pone en una posición frágil, que así sea. Porque hemos olvidado que la fragilidad humana depende, en parte, de cuánto el otro nos permite serlo. Y si ambos lo negamos, corremos el riesgo de endurecernos juntos, de convertirnos en piedra.

Y en esa escultura de cemento, quieta, impecable, admirada en el museo de la vida, en donde ya no cabe la vida misma. Solo queda la forma, pero no el latido.

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